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El 11 de julio de 2021 ha puesto en jaque nuestra capacidad política para entender
la sinfonía de posturas, opiniones, corrientes de pensamiento,
ideologías, sentimientos y análisis sobre la realidad cubana; la que de
verdad existe y la que se narra desde los más distantes extremos.

Ya
sabíamos que nuestro paisaje político no se podía reducir a un «pueblo
unido» y un «enemigo histórico», había y hay mucho más aquí. En este
archipiélago latían —debajo de las apariencias difundidas por los
discursos, de esquemas y consignas, de derecha y de izquierda—, un
ramillete de visiones sobre el país que ahora es necesario escuchar y
discutir.

Entre
todos los problemas que han saltado a la vista desde las protestas
populares del 11 de julio, está el de un proyecto de Estado de Derecho
que no acaba de ponerse en marcha, aunque se ha planteado como principio
en la Constitución de 2019.

Para
el propósito de construir un Estado de Derecho robusto, son
imprescindibles dos sistemas de órganos con una larga organización
institucional desde hace décadas: la Fiscalía General de la República y
los Tribunales Populares.

La principal función de la Fiscalía General de la República,
en Cuba, es la protección de la legalidad, aunque su más difundida
actividad es el ejercicio de la acción penal en representación del
Estado en causas de todo tipo. Su doble función, en una estructura que
parte desde el nivel central hasta el municipal, pasando por las
provincias; además de las otras atribuciones de control que desempeña,
propone un reto de equilibrio entre dos tipos de facultades muchas veces
en tensión.

Yamila Ojeda Peña, fiscal general de la República (Foto: Cubadebate)

La tramitación de quejas de la población por parte de la Fiscalía es una actividad constante y extenuante para estas estructuras, desde lo local hasta lo nacional. Muchas de estas quejas son sobre el actuar de la propia Fiscalía, lo que les suscita una situación de autocontrol que podría resolverse con la creación e implementación de un sistema de órganos especializados en la protección política, jurídica y social de las personas que consideren vulnerados sus derechos humanos.

Para
desempeñar esta función, hemos propuesto muchas veces la creación de
una «Defensoría del Pueblo». Esta no debe limitarse, como ha sucedido en
muchas experiencias en América Latina durante los últimos treinta años,
a ser una magistratura de la persuasión, que solo incite al
Estado a no violar derechos o a la necesidad de su instrumentación y
realización; sino que alcance, con un potente poder de veto, a las
políticas y actos de las instituciones públicas que sean contrarios al
ejercicio justo de los derechos humanos.

Una
«Defensoría del Pueblo cubano», con el nombre que se le quiera poner,
debería ser un sistema de órganos que responda solo a la ley y al
control popular, por lo que sus representantes serían electos mediante
voto directo y no recibirían, en ningún caso, directrices de otras
instituciones, directivos u órganos.

Otro
problema que sobrevuela nuestras cabezas, todo el tiempo, es el de la
cultura jurídica que hemos propiciado en nuestra sociedad, todavía presa
de consideraciones medievales sobre la pena, su esencia, fines y
contenido. En otros artículos he explicado lo afincada que está entre
nosotros la doctrina inquisitorial que espera que la sanción penal sea
dolorosa, vindicativa, ejemplarizante y medicinal para el reo que la
sufre.

Menos
extendido, de forma contradictoria, es el fundamento moderno de la
resocialización de las personas que cometen delitos, lo que de antemano
debería significar un diseño de sanciones penales y de principios para
su ponderación, administración y ejecución. El mismo debe basarse en la
humanidad, el respeto a los derechos humanos de las personas
sancionadas, la protección de la dignidad de los privados y privadas de
libertad, y la garantía de ambientes de reclusión en los que se propicie
el contacto con la familia y el trabajo remunerado.

Logo de la Defensoría del Pueblo de Bolivia

Parte de esta cultura es, también, un uso institucional de las sanciones penales más graves como vía para resolver problemas coyunturales de tipo social, político o económico. La criminología ha demostrado, de múltiples formas, la falta de eficacia de sanciones como la pena de muerte y las largas condenas de privación de libertad para resolver problemas sociales como la violencia, el desempleo, la desigualdad, la discriminación racial, entre otras; sin embargo, los estados no han encontrado, hasta ahora, otra vía para dirimir las crisis sociales —en forma de estallidos o de constantes problemáticas—, que no sea la de sanciones que generan el aislamiento social de las personas que delinquen.

Después
de las protestas del 11 de julio se han levantado voces que piden, otra
vez, mano dura, que el peso de la ley caiga sobre los que han
delinquido y que se impongan sanciones de cárcel ejemplarizantes y
proporcionales a los daños causados. Hasta hay quien ha agitado por los
hombros el fantasma —que creíamos bien enterrado—, de la pena de muerte.

A
riesgo de que me acusen de blandengue, voto otra vez por la justicia y
no por la venganza. Pongo toda mi fe en la honestidad de los jueces y
juezas cubanos para que no se dejen llevar por la tentación del momento
crítico y prioricen el arbitrio ecuánime de los hechos y circunstancias
particulares de cada situación y persona que se juzgue.

A
riesgo de no quedar bien con nadie, como hacemos los que no alimentamos
el monstruo incontrolable de la violencia, hago votos porque los y las
fiscales de la Isla defiendan a las personas con el mismo ahínco con que
defienden al Estado, y sientan en sus manos la responsabilidad
histórica de aliviar las heridas del choque y las injusticias cometidas.

El
Derecho que necesitamos en Cuba, después del 11 de julio, es uno que
piense en la Patria y no en una pulsación de poder; uno que restaure
confianzas, tranquilidad, seguridad y reposo para los débiles y los
precisados de justicia.

El Derecho que necesitamos no puede profundizar en la fisura entre el pueblo y sus instituciones al ponerse de parte de uno de ellos, sino sostener a ambos en lo más elevado del altar de la República, por el bien de los que mandan y de los que hemos decidido que ejerzan nuestra soberanía como concreta autoridad.

Julio Antonio Fernández Estrada. Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor Titular.

Fuente: https://jovencuba.com/derecho-necesitamos-11-julio/