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Y es que, siendo la historia un sistemático, pero siempre inacabado, ejercicio de recuperación de la memoria colectiva e individual de una población determinada (una comunidad, una nación, un continente, el mundo), que se vale de una multiplicidad y una diversidad de estrategias para rehacer el pasado, para repensarlo, de acuerdo con las necesidades que los actores sociales tienen en el presente, aquello que tiene que ver con el patriotismo, en esa larga marcha de la nación mexicana, tiene significados que lo mismo son, en ocasiones, similares, o, en los extremos, nociones divergentes y abiertamente contradictorias, excluyentes entre sí.

Así,
por ejemplo, una lectura superficial de la historia política
reciente del Estado mexicano arroja que los patriotas del priísmo no
son los mismos a los que rinde tributo el panismo, así como los
propios de esos dos partidos políticos no son los mismos que los
patriotas del morenismo, hoy hecho gobierno en el proyecto de la 4T.
De igual manera, lo que en la memoria del priísmo es considerado un
acto de patriotismo en el devenir de la historia nacional no lo es
así en los recuerdos que sobre ese mismo suceso tienen los núcleos
más conservadores del espectro político, ubicados al interior de
Acción Nacional o, en otro registro ideológico, los sectores de
izquierda más radicales (e incluso los más liberales) en las filas
del Movimiento de Regeneración Nacional.

Hay,
por supuesto, consensos sobre un núcleo básico de actores y de
actos, hazañas o pasajes de la historia nacional, que, sin duda,
comparten una multiplicidad de sectores conformando a la totalidad
del pueblo de México. Un par de ejemplos al respecto se encuentran
en las valoraciones que se tienen, sin ir más lejos, sobre los
acontecimientos que, de acuerdo con la mitología del nacionalismo
mexicano, le dieron patria a ese pueblo latinoamericano. La
independencia, las guerras en contra de las intervenciones
extranjeras (estadounidenses, inglesas, españolas y francesas) y
hasta la guerra civil de 1910-1929 son un par de casos. De ellos se
deprende, justo, una parte importante del calendario cívico vigente,
aún hoy, en todo el país.

Pero
incluso en esos casos, cuando la conversación y el recuerdo dejan de
girar en torno del acto festivo que tiene por objeto su
conmemoración, y ese rumor, instaurado como sentido común
compartido, pasa a ser un análisis de mayor profundidad sobre el
significado que esos acontecimientos tienen a la luz del rumbo que en
el presente sigue el pueblo de México; o cuando las diferencias se
comienzan a hacer pesar sobre el recuerdo porque existen diferencias
sobre el hubiera
y sus protagonistas (sobre quién hizo algo y debió de haber hecho
otra cosa, para evitarnos vivir el presente que vivimos), ahí, en
esos consensos generales también afloran con profusión las
diferencias sobre quiénes fueron patriotas y qué hazañas por esos
actores hechas merecen ser recordadas como tales. De nueva cuenta, en
situaciones hasta cierto punto extremas, eso se llega a evidenciar
cuando se cobra conciencia de que en el presente aún existen
militantes del recuerdo imperial: aquellos y aquellas que le rinden
tributo a la memoria de los días del primer (1921-1923) y/o del
segundo imperio (1964-1967) mexicano, buscando, por supuesto,
restaurar algo de su tradición; los nostálgicos del destino
manifiesto

inconcluso: quienes observan en la intervención estadounidense el
mayor fracaso de la historia nacional, pero no por la pérdida del
territorio, sino por haber dejado pasar la oportunidad de haber
formado parte de la hoy nación financiera y militarmente más
poderosa del mundo; o quienes no dejan de añorar la restitución del
colonialismo decimonónico, afirmando que la solución de todos los
problemas que aquejan a México, hoy, tienen en la eliminación del
mestizaje (traducido como la eliminación de los indígenas) su mejor
apuesta para llegar a ser conquistar por lo menos parte de la
grandeza que hoy disfrutan las principales potencias de Occidente.

Identificar
esas disputas, en general, no es difícil, pero hacerlo es mucho más
sencillo cuando se llega a poner atención en la manera en que en
esos discursos históricos se trata a figuras como las de Agustín
I
,
Maximiliano
I
,
o Porfirio Díaz, por oposición a personajes como Guadalupe
Victoria, Benito Juárez o Emiliano Zapata. No es, por eso, una mera
casualidad el que aún en las disputas políticas más superficiales
del presente, las izquierdas, las derechas y los centros tengan en
estos personajes, en las cosas que lograron y en los sucesos que les
tocó, vivir un asidero ideológico fundamental sobre el cual
edificar, además, una parte importante de sus programas de gobierno.
Piénsese, para no ir tan lejos, en que las reivindicaciones de tipo
agrario de las masas campesinas siguen teniendo en el recuerdo del
comunitarismo zapatista uno de sus principales referentes; en que los
supuestos republicanos
de hoy tienen en el constitucionalismo de Venustiano Carranza (el
hacendado que luchó en contra de la aprobación de la Constitución
de 1917 porque en ella los sectores populares introdujeron algunas
conquistas fundamentales en los terrenos de la educación, el trabajo
y la propiedad de los recursos naturales del país) a su referente
principal para hablar del Estado de derecho y del respeto a la ley;
o, en una línea de ideas similar, en que el racismo y el clasismo
contemporáneo tienen en Porfirio Díaz al ejemplo máximo de un
presidente mexicano que, al margen de sus abusos de poder, llevó al
pueblo de México a modernizarse (sin importar que esa modernización
esté edificada sobre los cadáveres y los ríos de sangre de miles
de indígenas y miembros de la clase obrera que sirvieron como carne
de cañón).

En
todos esos trabajos
de la memoria
,
en cada uno de esos rescates y en cada una de esas reelaboraciones
del pasado, pues, es evidente que la definición del patriotismo está
dada por el espectro ideológico en el cual se sitúen los actores
que en el presente hacen uso de él para justificar y/o legitimar sus
posturas políticas en el tiempo-espacio que corre y en el futuro. Y
es que, en efecto, apelando al mito de la recuperación o de la
reconstrucción de un pasado
glorioso
,
en el que las cosas fueron mejores, los actores políticos del
presente buscan la aceptación masificada y mistificada de las
injusticias, las explotaciones y las opresiones que en el futuro
habrán de cometer, apelando, precisamente, al recuerdo de que fueron
sacrificios
similares, conducidos por grandes patriotas
¿como ellos? (individuos de gran honor
y gallardía
que hacían
lo que se tenía que hacer

para alcanzar a la modernidad) los que le dieron gloria, honor,
progreso y crecimiento económico a la nación.

En
tiempos de la 4T, en los que el proyecto político que gobierna (por
heterogéneo que sea en sus entrañas) ha procurado anclar sus
referentes históricos o bien en pasajes y personajes del pasado
históricamente despreciados e incluso borrados de la memoria
colectiva nacional por el priísmo y el panismo o bien en ofrecer una
lectura distinta de los mismos personajes y los mismos pasajes a los
que el priísmo y el panismo rinden pleitesía, rompiendo con su
dogmatismo canónico; este tipo de disputas por el pasado y por el
presente cobraron una nueva dimensión práctica, discursiva,
estética y simbólica; con todo y que el trauma que satura a los
tiempos que corren, por toda América, es que la lógica del mercado
neoliberal ha procurado suprimir en su totalidad al discurso
histórico como una coordenada de lectura de la realidad,
sustituyendo su saber por el recurso a la pura eficiencia técnica,
de gestión y de administración de los bienes y servicios producidos
por el capital.

Y
la cuestión es que, en esa reactualización de las disputas por la
memoria colectiva y por los sentidos comunes del presente, en la 4T,
uno de los nodos de mayor problematización vigentes está situado,
precisamente, en lo que patriota y patriotismo tendría que
significar de cara a los cambios políticos experimentados en Estados
Unidos. En efecto, basta con observar el desarrollo del debate
público nacional en el último mes (el decisivo para el cambio de
administración en el poder federal estadounidense), para dar cuenta
de la manera en que las y los patriotas mexicanos, en los años de
profusión del trumpismo,
se transformaron, hoy, bajo el signo de una nueva presidencia
demócrata, dirigida por Joseph Biden, en las y los adalides en
defensa del injerencismo estadounidense.

No
sorprende, por ello, que, aquellos y aquellas que durante la
presidencia de Enrique Peña Nieto celebraron el entreguismo de su
administración tributado al entrante presidente Donald J. Trump, con
tal de no ganárselo como un enemigo jurado, cuando asumió posesión
López Obrador, cambiaron radicalmente de posición ideológica para
demandar del nuevo gobierno federal mexicano lo que nunca demandaron
a la presidencia del nuevo
priísmo
:
posturas hostiles, confrontación, reclamos y hasta ruptura o
suspensión de relaciones para hacerle ver al mandatario
estadounidense que no podía simplemente llamar animales, criminales
y violadores a los mexicanos. No, durante la presidencia de Enrique
Peña Nieto, los y las integrantes de esa comentocracia exigían del
priísmo una actitud de negociación, de firmeza, pero en el marco de
un sano distanciamiento, lo suficiente como para poder sobrevivir los
ataques y la cólera discursiva del jefe del ejecutivo federal en
Estados Unidos: la diplomacia, la estrategia y una posición
sólidamente fundamentada en los principios constitucionales de
política exterior debían de ser la mejor apuesta (adosada por la
cercanía que tenía el desde entonces canciller, Luis Videgaray Caso
con el yerno de Trump, Jared Kushner).

Y
es que si algo dejó ver ese circulo de refinados y refinadas
intelectuales que aún hoy tiene acaparada la mayor parte de los
espacios de análisis y de opinión en los medios de comunicación
tradicionales, desde la televisión hasta la prensa, pasando por el
radio y por alguno que otro espacio en internet; ese algo es que lo
que en su momento despreciaba la comentocracia nacional no era
precisamente el atrevimiento del presidente estadounidense de ofender
a los mexicanos de ese México violento, racista y clasista que,
además, ocupa el primer lugar mundial de abuso sexual infantil, ¡No
señor! La ofensa estaba en que las diferencias que se abrían entre
Donald Trump y Peña Nieto no hacían otra cosa que transparentar el
patetismo del propio presidente mexicano en funciones, y la
inefectividad de su circulo de poder más próximo para lograr salvar
la situación que les tocaba enfrentar. ¡Había que evitar, a toda
costa, la humillación de la institución presidencial y de la figura
del propio presidente: la figura central de sistema político
mexicano!

Por
supuesto en los dos años que el nuevo
priísmo

tuvo que sufrir al trumpismo,
la comentocracia establecida no alcanzó a identificar que los
proyectos ideológicos que en ese momento se desarrollaban en México
y en Estados Unidos no eran, en más, compatibles en una diversidad
de asuntos. Por eso, asimismo, tampoco fueron capaces de comprender
que la ideología personificada en la figura del presidente López
Obrador, e institucionalizada en su proyecto de nación, sintetizado
como 4T, en realidad, lejos de ser opuesta o excluyente del proceso
político estadounidense comandado por Trump, era, en realidad, una
parte complementaria del mismo; y viceversa: el proteccionismo
trumpista
era complementario del nacionalismo
revolucionario

de nuevo cuño adoptado por López Obrador.

Hoy,
que la presidencia estadounidense ha cambiado de mandatario (aunque
eso no necesariamente significa que haya cambiado el proyecto
político en el largo plazo) la historia de ese viraje ideológico
del establishment
en la formación de la opinión pública nacional se repite, pero
esta vez como una farsa de enormes proporciones en la que se trasluce
la manera en que se busca aprovechar el relevo presidencial en
Estados Unidos para exigir presiones por parte de Biden y de su
administración sobre el gobierno de López Obrador. Presiones que
van desde simples reclamos por hacer que la relación bilateral
regrese a como estaba durante el mandato de Barack Obama (el
presidente progresista
que agudizó la crisis de violencia que vive México desde Vidente
Fox; el mismo que sumergió al Norte de África en una Primavera
Árabe; el que impulsó rescates multimillonarios de los grandes
capitales trasnacionales; el que aceleró la balcanización de
Oriente Medio y la extendió a otras latitudes en la región; el que
favoreció golpes de Estado contra gobiernos progresistas de América)
hasta, en sus versiones más radicales, exigir intervenciones de tipo
político para resolver situaciones como la concerniente a la
exoneración del Gral. Salvador Cienfuegos Zepeda
.

Es
como si de pronto ese fervor patrio que hasta hace apenas un par de
meses exigía defender con agresividad el honor de México (así, en
abstracto), ahora fuese una súplica en la que se pide que el
excepcionalismo estadounidense se vuelque, con lo más firme de sus
presiones diplomáticas, políticas, culturales, económicas
¿militares? para lograr, con ello, alinear a la 4T con algunas de
las políticas tradicionales de la relación bilateral. Es decir, lo
que hoy inunda, por ejemplo, las páginas de las editoriales de los
principales diarios de circulación nacional, en México, es una
suerte de condena al fracaso a la presidencia de López Obrador que,
justificándose en el argumento de buscar darle una lección al
mandatario mexicano en funciones, pide que la relación entre ambos
gobiernos sea difícil, cuesta arriba, o por lo menos llena de
sobresaltos y de tensiones. Sólo así se entiende que haya sido
noticia de primera plana y objeto de incansables discusiones el que,
en los albores de su despedida, Donald J. Trump decidiese agradecer a
López Obrador por la relación que como mandatarios establecieron en
los dos últimos años. ¡Cómo si eso hiciera de López Obrador algo
así como una figura idéntica, en todo sentido, a la figura de
Trump!

Y esa afirmación en verdad es tal, ¿cómo debería de hacer sentir a los mexicanos y las mexicanas el que cada presidente de Estados Unidos en los últimos cincuenta años ha emitido algún tipo de piropo sobre la institución presidencial mexicana y sus ocupantes en turno, teniendo cada uno de esos presidentes estadounidenses que cargar, sobre sus hombros, infinidad de crímenes de guerra, golpes de Estado, guerras irrestrictas, etc.; mientras que los mandatarios mexicanos tienen que dar cuentas a su nación de sus guerras sucias, de sus represiones de la protesta social, de sus guerras contra el narcotráfico? ¿En dónde, ahí, se debe colocar la superioridad moral, de acuerdo con el patriotismo en boga?

Ricardo Orozco, Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México

@r_zco