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“Le aseguro que, por muy poco orgullo nacional que se tenga, la vergüenza nacional se siente hasta en Holanda. Incluso el último holandés es un ciudadano comparado con el primero de los alemanes. [….] Es una verdad que al menos nos confronta con la vaciedad de nuestro patriotismo y la monstruosidad de nuestro régimen político, y nos enseña a cubrirnos la cara de vergüenza. Usted me va a preguntar con una sonrisa: ¿Y qué hemos ganado con esto? Para una revolución no basta con la vergüenza. Yo le respondo: la vergüenza es ya una revolución […] La vergüenza es una forma de ira, ira contenida. Y si una nación entera se avergonzara realmente, sería como un león replegándose para saltar”.

Marx:
Anuarios
francoalemanes
.
OME-5. Critica. Barcelona 1978, pp. 165-166.

“El
espíritu de resistencia popular intransigente, para lo cual son
aptos todos los medios, y cuanto más eficaces mejor […] Pero los
inmensos recursos que extrae el país conquistado de la enérgica
resistencia popular causaron una impresión tan grande en Gneisenau,
que durante varios años estudió cómo organizar mejor esa
resistencia […] a fin de prepararse para la lucha sagrada de la
autodefensa, en la que todos los medios se justifican”.

Engels:
Temas
militares
.
Equipo Editorial. Donostia 1968, pp. 265-274-279.

“Para
asegurar la paz internacional, es preciso que cada pueblo sea
independiente y señor de su casa. Y, efectivamente, con el
desarrollo del comercio, de la agricultura, de la industria y, a la
vez, del poderío social de la burguesía, el sentimiento nacional se
había elevado en todas partes, y las naciones dispersas y oprimidas
exigían unidad e independencia”.

Engels:
El
papel de la violencia en la historia
.
Obras Escogidas. Progreso Moscú 1976. T. 3, p. 397.

1.- LA
VERGÜENZA NACIONAL COMO FUERZA LIBERADORA

Cincuenta y
un años transcurren entre estas tres citas. La
primera es del joven Marx de 1843; la segunda del maduro Engels de
1870 y la tercera del viejo Engels de 1894. Tienen una coherencia
incuestionable: la importancia del llamado «factor subjetivo», de
la voluntad, de la vergüenza, del deseo de libertad, de la defensa
de país y de su cultura…, y la transformación de ese «factor
subjetivo» en una fuerza material objetiva practicada por pueblos
oprimidos que se yerguen en movilizaciones masivas y hasta toman las
armas para defender o conquistar sus derechos e independencia
estatal.

Esta dialéctica entre lo
objetivo y lo subjetivo es estudiada por Lorenzo Espinosa en el libro
que aquí comento, que viene a completar una especie de trilogía
colectiva –incluido Ho Chi Min– publicada por Boltxe desde 2018.
Los títulos de los dos anteriores son: uno, Nacionalismo
revolucionario: Hermanos Etxebarrieta, Txikia, Argala,

y ETA. Y
otro, La historia no se
rinde.
No hace falta
decir que es conveniente leer la trilogía para disponer de una
visión más profunda y abarcadora, así como, por mi parte, leer el
textito Estrategias
político-militares
.
Gure memoria. Nondik
gatozen ez ahazteko
,
del 27 de septiembre de 2020.

Lorenzo Espinosa explica cómo se
ha materializado la subjetividad, como ha tomado forma en la lucha de
liberación nacional del pueblo trabajador vasco desde la mitad del
siglo XX hasta el presente. Lorenzo no hace sino aplicar lo que Lenin
denominaba «planteamiento histórico concreto de la cuestión» en
uno de sus debates con Rosa Luxemburg sobre el derecho de
autodeterminación de las naciones oprimidas, o si se quiere y
recurriendo a otra máxima de Lenin: «análisis concreto de la
realidad concreta». Penetrar en lo histórico-concreto siguiendo el
método del materialismo histórico es la única manera de descubrir
por qué se equivocó el joven Engels cuando con sus 29 años de edad
aseguró que el pueblo vasco estaba condenado a desaparecer porque
era uno de los «pueblos sin historia», es decir, una nación que
para 1849 no había podido desarrollar las fuerzas productivas
materiales y culturales suficientes para aguantar las presiones de
los grandes Estados.

La nación vasca, condenada en
1849 a desaparecer, resistió sin embargo y como veremos, en su
interior se inició una respuesta múltiple y compleja que en medio
siglo llegaría a niveles de lucha insospechables para Engels que
justo acababa de morir en 1895. La serie de respuestas represivas,
atroces muchas veces, las contradicciones socioeconómicas y
lingüístico-culturales, y las presiones internacionales
determinadas por la nueva fase imperialista hicieron que para 1949 de
nuevo fuera creíble la amarga y derrotista creencia de inminente
extinción nacional. Pero una vez más, fue en ese momento de
oscuridad asesina cuando la «vergüenza» colectiva inició otra
recuperación de la conciencia nacional de clase, que duró hasta
finales de ese siglo XX momento en el que, bajo la presión de
profundos cambios en la explotación capitalista, empezó una
descomposición interna en la fuerza sociopolítica mayoritaria de la
izquierda independentista y socialista vasca que ha llevado a la
situación actual que veremos en su momento.

2.- LEY DEL VALOR Y OPRESIÓN NACIONAL

Hemos recurrido a estas tres
fechas separadas por medio siglo no porque estemos de acuerdo con
alguna de las escuelas pitagóricas sobre el significado de los
números, sino para facilitar la crítica del error del jovencito
Engels. Sabemos que la historia es la síntesis del choque de
contradicciones, azares y lógicas que se mueven a distintos niveles
y ritmos, y que por tanto las fechas son válidas en la medida en que
en esas fechas se concentran sinérgicamente algunas, muchas o todas
ellas, en las que interviene la acción humana más o menos
consciente. También sabemos que pese a todo hay fuerzas profundas
que marcan las grandes tendencias evolutivas de la historia,
fundamentalmente las relaciones entre las fuerzas productivas y las
relaciones sociales de producción. Lorenzo Espinosa resume esta
complejidad que debe ser analizada en cada fase concreta, con la idea
aristotélica del ser humano como «animal político», de la función
de la «polis» en la evolución y de las alianzas o guerras en su
interior y entre las «polis» para ampliar o defender sus recursos,
su libertad.

De este modo la «política», o
sea, la economía concentrada, ha pasado al centro del escenario
desde entonces hasta ahora. Para las ciudades-Estados griegas, la
política era la forma de lograr el máximo beneficio posible del
esclavismo, de la explotación de las mujeres como simples paridoras
de soldados y fuerza de trabajo doméstica, de la utilización del
saber de los extranjeros carentes de derechos, del comercio y de la
moneda, de las relaciones interestatales…, y de la guerra. La
riqueza de Atenas también se había cimentado en los duros tributos
impuestos a otras ciudades-Estado, o en su saqueo devastador.
Heródoto, pero sobre todo Tucidides y Jenofonte describen con su
lenguaje las relaciones entre economía, política, opresión
nacional y guerra. Tras ellos, Aristóteles vislumbró los rudimentos
de la ley del valor, lo que indicaba la existencia de una economía
de mercado, dineraria, cuya expansión a lo largo de sucesivos modos
de producción acarreará otras tantas sucesivas formas de opresión
y explotación clánica, tribal, étnica, etno-nacional, nacional,
etc.

La referencia a Aristóteles que
hace Lorenzo Espinosa al inicio de su libro nos abre las puertas a
una investigación radical de la opresión y explotación nacional
como unos de los efectos desencadenados por el accionar ciego de la
ley del valor. Hemos de saber que el potencial heurístico de la ley
del valor, incluso en su versión aristotélica inicial, es tal que
Smith y Ricardo la desarrollaron en el capitalismo de finales del
siglo XVIII y comienzos del XIX, pero fue Marx el que le dio su forma
básica al mostrar que el valor es una relación social que expresa
el proceso entero de la producción de la mercancía, o sea, de la
totalidad del capitalismo, sacando a la luz sus contradicciones
insolubles. Dicho de forma más simple, la ley del valor regula el
intercambio de mercancías según la cantidad de trabajo simple,
abstracto, socialmente necesario, gastado en su producción, lo que
hace que, por término medio, las mercancías que exigen más tiempo
de trabajo tengan más valor y cuesten más, que las que exigen menos
tiempo de trabajo.

El potencial heurístico y
revolucionario de la teoría del valor y su ley es tal que ello mismo
explica que sea la parte del marxismo más furibundamente atacada por
la burguesía y por el reformismo. Un ejemplo lo tenemos en que el
problema de la opresión nacional, que tantos debates suscita, se
resuelve desenvolviendo las contradicciones del valor que conducen a
la ley tendencial de la caída de la tasa media de ganancia y, desde
aquí, a las contramedidas que aplica el capital para detener y
revertir esa caída tendencial mediante, entre otras muchas, las
múltiples formas de opresión y explotación de los pueblos
oprimidos. Más en profundidad, la lógica que subyace en los Estados
que explotan y dominan a naciones está magníficamente expresada en
el desarrollo de la contradicción expansivo/constrictiva inherente
al concepto simple de capital. Simplificando mucho, el capital
funciona como el vaivén de sístole/diástole del corazón,
expandiéndose y contrayéndose. La opresión nacional es una de las
expresiones más salvajes de la sístole, mientras que la diástole
es el momento en el que el valor extra saqueado es repatriado al
Estado ocupante. La expansión del capital vampiriza la vida de los
pueblos, y su constricción insufla esa vida vampirizada en el Estado
ocupante.

Naturalmente, la conciencia de
las clases explotadas de esos pueblos, o si se quiere, su «vergüenza
nacional», siempre está actuando de un modo u otro, directa o
indirectamente, en el interior de esas contradicciones cuya
tendencialidad está determinada en buena medida por la intervención
humana, una de cuyas expresiones más obvias y directas es el
conjunto de violencias y guerras, como expresión última del
estallido de las contradicciones socioeconómicas, políticas,
nacionales, etc. La industria de la matanza de seres humanos, como
denominaban Marx y Engels a la industria militar burguesa, ha tenido
su fundamental mercado de venta de armas en las guerras de invasión
desde el siglo XV.

El desarrollo de la crítica
marxista de la economía capitalista desde 1844-45 fue inseparable de
los estudios sobre las guerras, su papel socioeconómico y
sociopolítico, y de las formas de resistencia de las clases y
naciones explotadas prácticamente de todo el mundo del que tenían
datos, como lo demuestran el estudio riguroso de los mejores
militares, sobre todo de Clausewitz, hasta muy poco antes de la
muerte de Engels. Mientras se redactaba El
Capital
y se
organizaba la I Internacional y se intervenía en las luchas
sindicales y políticas, también se impulsaba la solidaridad
internacionalista para con Irlanda, Polonia, etc. De hecho, lo que se
llama «problema nacional» está presente de mil modos en los tomos
de El Capital
publicados o en borrador. Por ejemplo, en el I Congreso de la I
Internacional celebrado en 1866 en Ginebra, se plantearon
reivindicaciones elementales para el movimiento obrero que, por ser
básicas, eran un peligro para la burguesía como la de suprimir los
impuestos indirectos, pero la que nos interesa ahora es la de
desmantelar los ejércitos, fundamentales para toda opresión
nacional. Marx redactó el programa aprobado en Ginebra a la vez que
daba los últimos retoques a El
Capital
que fue
publicado el año siguiente, en 1867. No hace falta hablar de la
mezcla de pánico y odio que ese Congreso y El
Capital
suscitaron en
la clase burguesa.

Visto esto, las preguntas claves
son: ¿puede una nación oprimida ser verdaderamente independiente y
libre respetando la dictadura de la ley del valor, del trabajo
abstracto? Es decir ¿puede una nación oprimida alcanzar su libertad
dentro del capitalismo? Incluso, o sobre todo, teniendo en cuenta que
la violencia injusta, burguesa, está presente por activa o por
pasiva tanto en las contramedidas para revertir la tendencia a la
caída de la tasa de ganancia como en la contradicción
expansivo/constrictiva inherente al concepto simple de capital,
partiendo de aquí ¿puede conquistarse la independencia en su
significado radical respetando el pacifismo parlamentarista del
Estado ocupante, que no es sino la forma política del capital y el
sostén del fetichismo parlamentario?

Pues bien, la historia no sólo
de ETA como movimiento popular de más de 60 años, y como
organización con sucesivas escisiones y direcciones, tal cual lo
precisó Argala; sino también la prolongada historia de la izquierda
vasca desde sus embriones en la década de 1920, esta historia está
esencialmente marcada por las diversas respuestas dadas a tales
preguntas, respuestas pensadas desde las corrientes marxistas
consideradas por esos colectivos como las más enriquecedoras para
sus estrategias en sus respectivos contextos. La categoría
dialéctica de lo universal, lo particular y lo singular es aquí,
como en todo, decisiva para entender parte de los logros y los
errores cometidos por las izquierdas vascas desde la década de 1920
y en especial desde poco antes de 1966. Esta categoría dialéctica
es tanto más imprescindible cuanto que una y otra vez reaparece en
la práctica la teoría marxista de la violencia defensiva,
revolucionaria, que va enriqueciéndose y concretándose desde las
tesis iniciales del comunismo utópico, babuvista, de finales del
siglo XVIII.

3.- DE 1833 A 1872

Como hemos dicho, en 1849 Engels
creía que el Pueblo Vasco era uno de los condenados a desaparecer:
un «pueblo sin historia» porque carecía de la fuerza suficiente
para liberarse de la tenaza franco-española que le partía en dos y
le llevaba a la extinción. La teoría de los «pueblos sin historia»
era una de tantas formas de expresar la ideología eurocéntrica y
mecanicista según la cual la humanidad entera debía seguir los
pasos de los grandes Estados europeos que se estaban formando
engullendo a pueblos pequeños, como Euskal Herria y otros. Aunque
Engels y Marx fueron superando esta visión al descubrir la esencia
del capitalismo y su impacto sobre el mundo, no lo hicieron del todo
otras personas, organizaciones y partidos de la amplia diversidad de
socialismos, e incluso algunos retrocedieron a la justificación de
la «tarea civilizadora» de los grandes Estados. Ahora mismo,
socialdemócratas, eurocomunistas y “comunistas” franco-españoles
creen que las naciones oprimidas por sus burguesías debemos aceptar
la superior civilización que nos ofrecen.

No podemos elucubrar sobre el
grado de conocimiento que tenían Engels y Marx de la guerra de
1833-40, y sobre la fuerte y masiva resistencia popular a las nuevas
leyes españolas dictadas tras la derrota vasca. Por ejemplo, el
conjunto de prácticas populares e institucionales que retrasaron la
puesta en marcha de la española Ley de Minas de 1825, que facilitaba
sobre manera su compra por la burguesía en detrimento de los usos y
costumbres forales. Los grandes burgueses tuvieron que esperar a la
derrota del ejército vasco en 1837 para empezar a presionar con más
fuerza represiva. La primera compra de una mina en base a la ley
española de 1825 se realizó sólo a partir de finales de junio de
1842, pocos días antes de que a mediados de julio se suprimieran
bajo amenaza militar las Diputaciones Forales. En verano de 1843 la
nueva patronal derrotó fácilmente la última lucha de dos días del
viejo movimiento obrero minero.

Pero este fracaso no acabó con
otras formas de resistencia popular, de los jauntxos menores y de las
instituciones que, pese a la derrota militar, seguían defendiendo
los bienes comunales y el Sistema Foral que sobrevivía tras la
derrota de 1840. Es interesante saber que en Hegoalde la flamante
«democracia liberal» era en realidad una tapadera que ocultaba la
dictadura burguesa al amparo de la ley electoral de 1836, en la que
votó el 0,6% de la población, subiendo al 4,3% con la ley de 1843,
pero bajando al 0,8% con la ley electoral de 1846. Habría que
esperar hasta las elecciones de 1869 para que votase el 24%, con una
arrasadora «victoria» de las fuerzas estatalistas dadas las
restricciones político-electorales. En Iparralde, fue muy fuerte la
solidaridad popular con la resistencia vasca al sur de los Pirineos,
que en la historia del País nunca fueron un muro de incomunicación
sino un sinfín de pasos bidireccionales que facilitarían la
solidaridad mutua. De hecho, en 1844, un año después de la cita de
Marx arriba expuesta, Agustín Xaho (1810-1858) había iniciado en
Baiona una exitosa serie de revistas dedicadas a la historia y
realidad vasca. De entre ellas destacó la que llevaba el título de
Ariel.

Xaho sabía de lo que hablaba
porque, además de su acervo cultural, había convivido diez años
antes con el ejército vasco, o «vasco-carlista» por la
historiografía española, entrevistando a Zumalakarregi y llegando a
la conclusión de que existían dos carlismos: el reaccionario de la
minoría rica, y el abrumadoramente popular que defendía las
libertades del País y su Sistema Foral. El pensamiento de Xaho era
idealista en lo filosófico pese a su anticlericalismo, pero radical
en lo político asumiendo un socialismo anticapitalista enriquecido
por la ola revolucionaria de 1848-1852. No quiso formar ningún
partido que divulgara su defensa radical de la nación vasca, todavía
mayoritariamente campesina, lo que limitó mucho el conocimiento de
su ideario, silenciado por eso mismo por las clases dominantes.

Este era el marco
político-electoral en el que, sin embargo, fue tomando fuerza la
recuperación de la cultura euskaldun tal cual podía realizarse en
la mitad del siglo XIX en un país en el que más del 65% de su
población era campesina o semicampesina, y con un artesanado urbano
que seguía organizado en gremios con fuertes lazos vivenciales con
el campo. Esta recuperación se daba además en un contexto de
desprecio y persecución institucional a la lengua vasca agudizado
desde finales del siglo XVIII, bajo una dictadura ético-cultural
católica obsesionada por mantener en la ignorancia al pueblo e
impedir que las experiencias terribles de las continuadas guerras y
luchas clasistas desde, al menos, la última matxinada de 1766,
pudieran precipitar un salto en la consciencia colectiva. Además,
desde finales del siglo XVIII la Iglesia impuso sistemáticamente la
lengua española a una feligresía popular frecuentemente monolingüe
vascoparlante en los amplios territorios de la Llanada alavesa y la
Ribera navarra. Sobre todo en Iparralde, la Iglesia se enfrentó a la
cultura euskaldun expresada en obras teatrales –Pastoralak–,
persiguiéndolas, pero la resistencia pudo salvar de la destrucción
al menos 49 libretos de los siglos XVIII y XIX.

Lo más probable es que en 1849
Engels desconociera la historia de las resistencias vascas y que,
impresionado por la masacre represiva que había derrotado la oleada
revolucionaria de 1848 en media Europa, incluyera a Euskal Herria en
la lista de pequeños pueblos arrasados por la reacción. Sin
embargo, su análisis crítico de la derrota extrae lecciones
valiosas confirmadas posteriormente: hay que preparar bien las
revueltas, luchas e insurrecciones populares, o serán aniquiladas;
la conciencia subjetiva teóricamente formada es decisiva en esa
preparación; el lumpen
organizado por el poder dio la batalla contra el proletariado
desorganizado, sentando así una tesis fundamental de la posterior
teoría sobre el fascismo; en la revolución como en la guerra hay
que tomar la iniciativa y mantenerla; y muy especialmente, ésta que
resume parte de lo acontecido entre 1848 y 1852:

«La burguesía no declaró que
los obreros fuesen enemigos comunes a los que hay que vencer, sino
que los consideró enemigos
de la sociedad
, a los
que se destruye […] la clase obrera representaba los verdaderos y
bien entendidos intereses de la nación; en la medida de sus fuerzas,
apresuraba el curso de la revolución, que ya se había constituido
en necesidad histórica para viejas sociedades de la Europa
civilizada, y sin la cual ninguna de ellas podía intentar el
desarrollo más tranquilo y permanente de sus fuerzas […] La
pequeña burguesía, grande en jactancia, es incapaz de obrar, y teme
extraordinariamente arriesgarse en lo más mínimo […] Donde quiera
que un conflicto armado llevaba a una seria crisis, los pequeño
burgueses se sentían presa de un terrible espanto ante la peligrosa
situación que se les creaba: de terror ante el pueblo que había
dado crédito a su jactancioso llamamiento a las armas; de miedo ante
el poder que había caído en sus manos, y sobre todo, de espanto
ante las consecuencias que para ellos mismos, para su posición
social y su propiedad podría tener la política en que se habían
visto envueltos»

Los verdaderos y bien entendidos intereses de la nación son los que defiende la clase obrera –tal cual existía en las zonas de incipiente industrialización de la Europa de 1848, con una amplia franja de proletarios que aún mantenían lazos cotidianos con su entorno y familia campesina–, una clase obrera que para la burguesía pasaba a ser el enemigo a destruir una vez que el proletariado se erguía como el verdadero representante de la nación. En el Manifiesto del Partido Comunista, escrito en esa misma época por él y por Marx y su compañera Jenny, aparece esta misma idea: bajo el capitalismo, el proletariado no tiene patria, tiene que crearla, pero «no en el sentido burgués» de patria. En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de 1852, Marx termina de concretarlo: la «nación trabajadora» se enfrenta en la lucha de clases contra la nación burguesa, que recurre sistemáticamente a su Ejército oficial y a su ejército privado de lumpen reaccionario para vencer a la nación trabajadora. La pequeña burguesía abandona su verborrea y sus aspavientos y se pone a las órdenes del capital.

En este mismo contexto, las ideas
de A. Xaho, como hemos dicho, también fueron enriquecidas por las
luchas de 1848, lo que puede explicar el silencio impuesto por el
poder al radicalismo de Xaho, a sus ideas basadas en las prácticas
defensoras de los bienes comunales, en las costumbres de la ayuda
mutua y la cooperación que mal que bien, con dificultes, se
mantenían vivas como autodefensa. Y este miedo al potencial
emancipador de la cultura euskaldun del momento que en aquellas
difíciles condiciones impuestas por la derrota militar de 1840 y las
revoluciones masacradas en 1848, es también el que explica la
ilegalización del canto, del himno Gernikako
Arbola
, creado por
Iparragirre en 1853, y la impresionante y sistemática campaña de
desprestigio que ha sufrido. Pero su éxito fue arrollador porque
expresaba la profunda identidad popular que aún sobrevivía apegada
a las libertades antiguas reflejadas
en un sincretismo pagano-cristiano sobre el «árbol sagrado» bajo
cuya protección se resolvían los problemas colectivos. Aún estaba
fresco en la memoria el esfuerzo cultural realizado en plena guerra
carlista para mantener abierta la Universidad de Oñate, lanzada a
modernizar la lengua vasca, cerrada en 1839. Sólo 14 años después,
Gernikako Arbola
revivía simbólicamente aquél logro.

No debemos idealizar aquella
forma de representatividad preburguesa que desde su origen defendía
más los intereses de los ricos que del campesinado, y que había
impuesto el español y el francés como las lenguas oficiales en la
vida sociopolítica. Desde el siglo XVII la clase dominante vasca
había endurecido su ataque contra la práctica del Biltzar, del
Batzar… formas autoorganizativas con las que los campesinos medios
y altos, pero sin poder político decisivo podían debatir legalmente
cómo resistir a las facciones más poderosas. Los llamados «consejos
abiertos» no representaban a los sectores más empobrecidos y
explotados, tampoco a las mujeres, pero sí eran pese a sus
limitaciones una institución más cercana sobre la que presionaban
en defensa de sus intereses. La larga y tensa historia de la lucha de
clases en Euskal Herria es inseparable en una tercera fase,
aproximadamente desde el siglo XV hasta el XVIII, de la tarea
ambivalente de estas instituciones, de los ataques que sufrían desde
las poderosas clases dominantes cada vez más unidas a los Estados
francés y español, y de las resistencias de las clases explotadas.
Gernikako Arbola
mostraba cómo estaban
destruyendo lo que quedaba en la memoria popular de aquella
resistencia de siglos.

Fuerzas democrático-radicales,
socialistas utópicas y revolucionarias, burgueses foralistas,
carlismo popular, etc., comprendieron al instante la carga
emancipadora del himno de Iparraguirre, que había luchado en las
barricadas revolucionarias de 1848. Fue prohibido por eso. Desde la
mitad de la década de 1850 Marx y Engels ampliaron sus estudios en
dos áreas directamente relacionadas con la lucha político-cultural
e identitaria que sostenían amplísimos sectores del Pueblo Vasco:
por un lado, las resistencias de los pueblos precapitalistas con más
o menos amplios bienes comunales, y por otro lado y unido a lo
anterior, el estudio de los modos de producción precapitalistas.
Marx había conocido la existencia de tierras comunales en su
Tréveris natal, y a finales de 1842, con 24 años de edad, salió en
defensa del derecho consuetudinario de los campesinos para utilizar
los recursos de los bienes comunales, privatizados violentamente por
la burguesía. Esta defensa a ultranza se mantendrá durante toda su
vida y recorre el desarrollo posterior de sus estudios sobre los
modos comunales de producción y sobre la etnografía, estudios que
mantuvo con su rigor habitual hasta instantes antes de su muerte.

Según ambos descubrían la
historia oculta de las luchas de las naciones oprimidas o atacadas,
en sus artículos y cartas sobre el colonialismo y la acumulación
originaria, etc., pasaron a admirar la enorme resistencia de estos
pueblos que vivían en el amplio espectro que va desde la antigua
propiedad comunal preclasista hasta los grandes imperios de lo que
llamaron «modo asiático» por la interpretación que hacían de
China e India, sin olvidar a los modos antiguo, germánico, incaico,
etc., y sus relaciones posibles o no con el llamado modo de
producción tributario. En 1857 Engels analizó la «guerra defensiva
de montaña que logró renombre últimamente: la de sublevación
nacional y la guerrilla» de varios pueblos entre los que citó a la
«duración prolongada de la guerra» de los «vascos carlistas»,
además de a las guerrillas del Tirol, las españolas contra
Napoleón, y las tribus caucásicas. Aunque Engels no lo dice, nos
interesa dejar constancia de que varias de esas guerras defendían
más o menos abiertamente, y con sus contradicciones, los restos de
propiedad comunal amenazados por esas invasiones.

Conforme estas reflexiones
llegaban a Euskal Herria a finales del siglo XIX sectores socialistas
y comunistas explicaban que Gernikako
Arbola
reflejaba esa
dinámica tal cual se había dado en tierras vascas. Las mismas tesis
se debatieron en la URSS, China, Japón, Perú, etc., hasta que
fueron silenciadas y prohibidas por el stalinismo en ascenso en el
llamado Debate de Leningrado de 1932, en donde se impuso la doctrina
oficial del tránsito mecánico y obligado del comunismo primitivo al
socialismo pasando por el esclavismo y el feudalismo: todo aquello
que no cuadraba con el dogma era excomulgado. Sin embargo, en Euskal
Herria y por razones que iremos viendo, la práctica de la lucha
nacional de clase se sustentaba parcialmente en la memoria colectiva
de autoorganización comunitaria que resistía pese a todas las
represiones en la cultura popular. Al fin y al cabo, en 1932 no
estaban tan lejanas las grandiosas prácticas de autoorganización de
violencia defensiva de la guerra de 1872-76, de las huelgas generales
desde 1890, de la gamazada de 1893, de la resistencia contra la
dictadura militar de 1923-31, e inmediatamente vendrían las luchas
desde ese año hasta 1936-45, la oleada de huelgas desde 1947…
hasta la irrupción de ETA. Siguiendo esta estela, felizmente se ha
iniciado el debate sobre el llamado «modo de producción pirenaico»
que debemos profundizar con rigor…

Tras este salto para ofrecer una
aclaración básica de un proceso complejo al que tendremos que
volver por su trascendencia innegable pero apenas teorizada en la
historia de ETA, debemos terminar con el análisis del largo impacto
sobre el futuro que tuvo la recuperación de la cultura vasca en las
condiciones de la mitad del siglo XIX. Tenemos que adelantar cuatro
contenidos que serían decisivos con los años en una dura pelea
político-cultural con los Estados español y francés: la
revitalización del prestigio de la lengua vasca, tan denostada. La
revitalización de elementos claves de la cultura popular como, sobre
todo, el bertsolarismo, el folklore, la música… La supervivencia
de tradiciones culturales como Pastoralak
y otras, y la no
extinción de la mitología pagana que algunos curas intentaron
integrar sincréticamente en el catolicismo pero que ahora pueden
impulsar de algún modo con la lucha contra el sistema
patriarco-burgués.

Y, por último, la importancia
clave que tuvo la lucha político-cultural en la izquierda
independentista. Lorenzo Espinosa dedica varias páginas a glosar la
capacidad poética de Txabi Etxebarrieta, quien comprendió que la
lucha debía ser en todos los sentidos, también en la poesía, el
arte, la cultura… el “uomo totale” renacentista, que era el
modelo de ser-humano-genérico de Marx y Engels. Pensamos que Txabi
fusionaba en su vida todas las formas de militancia, y que ese logro
le hubiera resultado más difícil sin las lecciones del inicial
impulso a la cultura vasca a mediados del siglo XIX. Volveremos sobre
esta decisiva cuestión.

4.- DE 1872 A 1890

Aquel esfuerzo de recuperación
también ayudó en muy poco tiempo y de dos maneras: Una, la
desesperada guerra de 1872-76 en defensa de lo que quedaba aún de
los Fueros, confrontación bélica durante la cual se hizo un
esfuerzo soberbio para avanzar en la recuperación modernizadora del
euskara, dadas las duras condiciones del momento, reabriendo la
Universidad de Oñate como en la anterior guerra. Aquí debemos
recordar las palabras de Engels de 1870 acerca del potencial de
liberación que tiene un pueblo oprimido y de cómo puede
desarrollarlo si dispone de medios. Engels se refería a dos ejemplos
de guerrillas populares contra sendas invasiones: el pueblo prusiano
contra Napoleón cuando los franceses ocupaban Prusia; y varias
décadas más tarde, la guerrilla francesa contra el invasor
prusiano. En los dos casos los Estados invadidos ayudaron a organizar
la guerrilla en la retaguardia del invasor. Engels puso sólo dos
ejemplos por limitación de espacio, pero disponía de una inagotable
fuente de ellos porque lo que quería era remarcar el potencial de
resistencia armada de las naciones invadidas que ya tenían un Estado
propio.

El caso vasco era algo diferente
porque su autogobierno foral no estaba tan estructurado como el
Estado prusiano fuertemente desarrollando, antes de la derrota ante
Napoleón en 1806 y su ocupación por los franceses hasta 1813, ni la
del Estado francés derrotado por Prusia en 1870. En Iparralde, el
autogobierno foral fue liquidado definitivamente en 1789 tras más de
un siglo de resistirse a los recortes que lo redujeron casi a la
nada. En Hegoalde, el Sistema Foral permitió crear desde muy poco el
ejército que los defendió en 1832-40; y los debilitados restos
forales que sobrevivieron pudieron crear otro ejército vasco en
1872-76 también desde muy poco. Aun así, pensamos que a la Euskal
Herria de 1870, presionada en todos los aspectos, se le pueden
aplicar estas palabras de Engels sobre la reacción del pueblo alemán
escritas en ese mismo año: «pero el súbito y enérgico estallido
del sentimiento nacional entre los alemanes desbarató todo plan»
francés de invadir Alemania por sorpresa.

En esta segunda guerra vasca, se
intentó crear un Estado capaz de organizar la resistencia en su
generalidad, desde la militar hasta la legislativa y judicial,
pasando por la económica y monetaria, la cultural y diplomática,
etc. Un Estado que defendiese los intereses de la amplia mayoría de
la población en medio de una guerra contra el invasor y contra la
burguesía autóctona que necesitaba destruir los Fueros, fusionarse
con España e imponer sus leyes. Era un Estado que se basaba en gran
medida en las asambleas vecinales y en los consejos abiertos, lo que
explica el apoyo del campesinado, del artesanado y de la aún joven
clase trabajadora, así como el retiro oportunista de los jauntxos y
propietarios a segunda fila. La fuerza de las masas populares no era
bien vista por el carlismo oficial, reaccionario, cada vez más
dispuesto a negociar con los invasores.

Un ejemplo de la fuerza popular
dentro del Estado vasco que reflejaba la lucha de clases interna en
el contexto de una defensa armada a la invasión extranjera, lo
tenemos en sus leyes sociales, en el embargo de bienes de la
burguesía españolista, en la devolución de las tierras y recursos
comunales privatizados por esa burguesía a los ayuntamientos y
diputaciones, en los impuestos especiales a las fortunas medias y
altas, y a la Iglesia, una parte de la cual se negó a pagarlos
convirtiéndose así en colaboradora directa del invasor… No
tenemos espacio aquí para hacer siquiera un resumen de las posibles
similitudes y diferencias entre la Comuna de París de 1871, primera
expresión de un Estado obrero y popular en la fase industrial del
capitalismo, y el Estado vasco de facto. Las palabras de Engels de
1894 cuadra perfectamente con la lucha vasca, aunque él no la
citara.

Y la otra, fortaleciendo un
nacionalismo culturalista defensivo ante la virulencia del ataque
español contra la legitimidad de los Fueros, a pesar de que ya
estaban abolidos, y contra el euskara. Nada más derrotado el
ejército vasco en 1876, El
Imparcial
, diario de
Madrid que propagaba la estrategia socioeconómica común de la
burguesía española por encima de sus peleas navajeras en el podrido
clima político, describió cual era el siguiente objetivo de la
guerra: «Quitarles los Fueros no es suficiente, tenemos que
quitarles ahora su lengua». También se trataba, por tanto, de una
guerra de exterminio lingüístico-cultural que se mantendrá con
intensidades diferentes hasta ahora mismo. Y también sucederá que
los esfuerzos más denodados por salvar y adecuar la lengua y la
cultura vasca serán siempre reactivados con mayor decisión en los
momentos de mayor peligro para su supervivencia, como veremos.

La marcha al exilio de miles de
vascas y vascos tras la derrota no supuso la extinción absoluta de
la identidad euskaldun que, además, se veía amenazada por el
españolismo beligerante primero del anarquismo desde su aparición
organizada en 1870 y después del socialismo, excepto de una minoría
muy reducida. El anarquismo apenas cuajó porque su españolismo le
distanció del sentir de las masas y porque fue ilegalizado en 1874.
Aún y todo así, dejó un poso de desdén hacia la conciencia vasca
que sería reforzado por el grueso del socialismo del PSOE que empleó
y emplea el españolismo como anclaje en las y los trabajadores
emigrantes y como sostén de la dominación española «democrática».
La certidumbre de avasallamiento nacional a manos del Estado era tal
en aquellos años, que un sector de la cultura vasca tuvo que
organizar en 1879 la primera Fiesta Euskara, que fue un éxito de
masas, que era expresión del avance del nacionalismo cultural que se
estaba dando con especial fuerza en Navarra, alarmado por el
retroceso de la lengua vasca ante la imposición del español.

La aplastante presencia militar caía además sobre un pueblo muy
golpeado por las guerras desde finales del siglo XVIII y muy mermado
en su población para finales del siglo XIX: en estos cien años, el
50% de los habitantes de Euskal Herria, la mitad, terminaron muriendo
la mayoría en las Américas por los efectos de las guerras, sin
contabilizar el números de muertos en combate en las violencias y
deportaciones forzosas de población de Iparralde a manos de los
republicanos franceses tras 1789, y en las guerras de 1793-95, de
1799-1815, 1833-40 y 1872-76, sin incluir los costos de otras guerras
exteriores que también afectaban a Euskal Herria. Se llegó a la
sobrecogedora cifra de que dos de cada tres jóvenes de Iparralde
tuvieron que abandonar el país además de por las guerras, también
por la política de empobrecimiento socioeconómico y afrancesamiento
aplicada por París. Al terminar la guerra de 1872-76, miles de
soldados y cientos de civiles pasaron de Hegoalde a Iparralde
cantando el Gernikako Arbola para librarse de la represión
española.

Pero, aun así, para 1878 el
Estado español había descubierto con mucho desagrado que no cesaba
la resistencia pasiva y que, además, eran tantas las diferencias
entre las leyes españolas y las vascongadas que debía buscar una
solución urgente. La alianza entre burguesía autóctona e invasores
españoles podría estar llegando en ese tiempo a una conclusión
general sobre los resultados de una guerra tan devastadora, bastante
parecida a lo escrito por Engels en 1870, que reproducimos:

«Ahora, en 1870, quizá no baste
una declaración que explique que éste es un método legal de
conducir la guerra, y que la intervención de la población civil o
de los hombres que oficialmente no son reconocidos como soldados
equivale al bandidaje y puede ser sofocada a sangre y espada. Todo
ello podría aplicarse en la época de Luís XIV y Federico II,
cuando sólo combatían los ejércitos, pero a partir de la guerra
americana por la independencia, inclusive hasta la guerra civil en
Norteamérica, la participación de la población en la guerra se ha
convertido –tanto en Europa como en América–, no en una
excepción, sino en una regla. En todas partes en que el pueblo
consentía en ser subyugado por el solo hecho de que sus ejércitos
no habían sido capaces de ofrecer resistencia, se observaba hacia él
una actitud de desprecio, se lo consideraba una nación de cobardes;
y en todas partes donde el pueblo desarrolló una enérgica lucha
guerrillera, el enemigo se convenció rápidamente de que era
imposible guiarse por el viejo código de sangre y de fuego»

En la Euskal Herria ocupada de
1876-78 y en el contexto de la primera Gran Depresión mundial
iniciada poco antes, la alianza entre burguesía vasca y Estado
español necesitaba de todos los recursos posibles entre otras
razones porque se oteaban grandes catástrofes en Cuba y Filipinas:
había que exprimir todo lo posible a las clases y pueblos dominados
para reforzar un ejército muy debilitado pese a haber ganado una
guerra “interna”. Una solución fue imponer un mayor tributo de
guerra a Vascongadas, pero, como hemos dicho, la resistencia pasiva y
el abismo administrativo frenaban ese proyecto. La Gran Depresión de
1873 multiplicaba la urgencia de ese reparto porque para 1874 ya
estaba exacerbando todas las contradicciones de un capitalismo que no
tenía otra salida inmediata que intensificar la expansión
colonialista, lo que a la larga produciría una guerra mundial que,
en ese año, sólo fue «profetizada» por Engels, que transcribimos
entera por su valor premonitorio y estratégico también para Euskal
Herria:

«Para Prusia-Alemania no hay
posibilidad de hacer otra guerra que no sea mundial. Y sería una
guerra mundial de magnitud desconocida hasta ahora, de una potencia
inusitada. De ocho a diez millones de soldados se aniquilarán
mutuamente y, además, se engullirán toda Europa, dejándola tan
devastada, como jamás lo habían hecho las nubes de langostas. La
devastación producida por la guerra de los Treinta Años condensada
en tres o cuatro años y extendida a todo el continente; el hambre,
las epidemias, el embrutecimiento de las tropas y también de las
masas populares, provocados por la aguda necesidad, el
desquiciamiento insalvable de nuestro mecanismo artificial en el
comercio, la industrial y el crédito; todo ello termina con la
bancarrota general; el derrumbe de los viejos Estados y de su
sabiduría estatal rutinaria –una quiebra de tal magnitud que las
coronas estarán tiradas a docenas por el pavimento y no se
encontrará a nadie que las levante–; una imposibilidad absoluta de
prever cómo terminará todo esto y quién saldrá vencedor de la
lucha. Sólo un resultado no deja lugar a dudas: el agotamiento total
y la creación de las condiciones para la victoria definitiva de la
clase obrera»

Con cuarenta años de antelación,
Engels «profetizaba» la guerra mundial de 1914-18 que tanto impacto
tuvo en todo el mundo. ¿Cómo pudo hacerlo? Desarrollando el
materialismo histórico y dialéctico metódicamente expuesto en toda
la obra marxista hasta entonces elaborada. Método en el que la
guerra es parte sustantiva, según se aprecia, y método que ya
estaba penetrando en sectores del proletariado organizado como
veremos un poco más adelante. Pero en la Euskal Herria de 1878 los
problemas eran tan acuciantes para el capital y el movimiento obrero
estaba tan poco asentado aún que las dos partes vencedoras de la
guerra de 1872-76 pudieron unir el hambre con las ganas de comer. La
española necesitaba dinero vorazmente porque estaba al borde de la
inanición. La vascongada tenía ganas de comer porque sabía que,
gracias a la liquidación manu
militari
del Sistema
Foral, por fin disponía de facto, pero no de iure del poder
político, militar y cultural suficiente como para lanzarse a la
arrasadora expansión de sus negocios, sobreexplotando al pueblo
trabajador e imponiéndose sobre los debilitados jauntxos y la
arruinada pequeña burguesía.

Se repartieron la tarta dándole
un nombre pomposo para ocultar que, en realidad, era un aumento
global del tributo de guerra que el vencedor impone al vencido:
Concierto Económico. Aunque era la española la que más parte de la
tarta devoraba, la vascongada no estaba muy descontenta porque las
dos intuían algo que para entonces ya habían demostrado Marx y
Engels: Para maximizar su tasa de ganancia, el capital necesita de un
poder político, militar, cultural e ideológico, necesita de un
Estado propio, o en su defecto de otro que aun no siéndolo del todo
sí le defiende internamente, contra la rebeldía de las clases
explotadas, y externamente, en la creciente competencia
internacional, y ambas ganaban en proporción a su fuerza.

El truco consistía en adaptar a
Vascongadas la llamada Ley Paccionada, pacto de 1841 con la burguesía
navarra: negociar un reparto de la tasa de ganancia entre el Estado y
la burguesía autóctona por el que el primero cedía partes de la
administración económica y fiscal a la segunda a cambio de que ésta
pagase un tributo de guerra al fisco de Madrid. La burguesía
vascongada seguía así el camino abierto por la navarra 37 años
antes: integración de cuerpo y alma, de dinero y poder, en la
construcción de España a cambio de explotar al pueblo trabajador y
reprimirlo con la ayuda del Ejército, la Iglesia y el funcionariado
español. En Vascongadas esta alianza tomó el nombre y la forma de
Concierto Económico.

Tanto la Ley Paccionada como el
Concierto Económico eran la forma externa de una dictadura de clase
a veces descarada y brutal, otras veces encubierta por elecciones
amañadas, lo que no impidió que hubiera resistencia popular en
especial en la Ribera navarra, como el de 1884 en protesta contra la
privatización de comunales intensificada en los últimos años que
fue aplastada con cuatro campesinos de Erriberri asesinados. En
realidad, se estaba dando un cambio de fase en la lucha de clases y
de opresión nacional, cambio acelerado por las salvajes medidas
sociopolíticas impuestas por la burguesía protegida por el Estado
español. Todas las clases y facciones de clase, excepto el gran
capital, estaban en crisis de transición de una forma productiva y
de explotación superada a otra nueva que estaba imponiéndose a la
fuerza. La euforia burguesa era tal que hasta en algún herrialde se
redujo la cantidad de fuerzas represivas provinciales porque parecía
reinar la «paz social».

5.- DE 1890 A 1931

Pacificación ficticia que
estalló por los aires en la década de 1890 porque las
contradicciones tenían más carga explosiva que la capacidad de
desactivación e integración de la burguesía. El capitalismo
minero, industrial, naviero y financiero que irradiaba desde Bizkaia
hasta Gipuzkoa, y que avanzaba en el resto de la nación vasca, tenía
los pies de barro necesitando siempre de la vigilancia represiva de
las fuerzas armadas extranjeras. Una situación idéntica había
recorrido la Europa industrializada unos años antes: la burguesía
alemana respondió con las leyes antisocialistas de 1878 a 1888: para
volver a la legalidad los socialistas tenían que renunciar pública
y oficialmente a la revolución, y aunque ya hubo sectores que
defendía esa rendición, la mayoría se negó, logrando su legalidad
por medio de las masivas movilizaciones. El final de la Gran
Depresión en 1890 permitió a la burguesía hacer concesiones al
movimiento obrero, lo que fue utilizado por el creciente reformismo
interno de la socialdemocracia pasar al ataque y censurar vitales
ideas de Engels sobre la teoría de la violencia revolucionaria en
1895, impulsando primero el pacifismo y luego, desde 1905 en
adelante, el apoyo a la política imperialista alemana y al papel de
su ejército.

La Alemania de la década de 1890 estaba muy por delante de la Euskal
Herria de la misma época. Ambos eran capitalismos militarizados por
el innegable peso del Ejército, desde luego, pero con una diferencia
cualitativa: la nación vasca estaba ocupada militarmente lo que
facilitaba sobremanera la represión. Precisamente, uno de los más
lúcidos representantes de la cultura conservadora e imperialista
germana, «padre intelectual» de una de las ramas fundamentales de
la sociología burguesa, Max Weber, visitó Euskal Herria en
septiembre de 1897 dejando constancia en sus cartas de las enormes
diferencias que apreciaba entre la cultura vasca y «la mezquindad de
la Administración española» que impone «una reparación de
guerra» al Pueblo Vasco desde la última guerra perdida por los
vascos. Dado su conservadurismo imperialista, atenuado en su forma
externa por sus relaciones con académicos alemanes de la escuela
reformista denominada «socialismo de cátedra», teniendo esto en
cuenta, es comprensible que M. Weber quedara gratamente impresionado
por la apariencia de «los municipios y los distritos de las
provincias vascas se autoadministran de forma estrictamente
democrática», comparada con la realidad sociopolítica española.

Su conservadurismo antisocialista, que quedaría al descubierto al
final de la IGM, le impedía analizar con objetividad e incluso ver
cómo las fuerzas armadas españolas, los grupos de matones a sueldo
de la patronal vasca, los forales y mikeletes a las órdenes de las
Diputaciones, todas ellas controladas desde los gobiernos civiles y
militares, intervenían con dureza, y a veces con extremada dureza
una y otra vez en defensa del capital, que es lo mismo que decir del
Estado. Como vamos a ver, las represiones no acaban ni con la
irrupción de la lucha de clases en su forma industrial, aunque nos
vamos a ceñir sólo a las grandes huelgas; ni con la defensa de los
derechos nacionales; ni con la reorganización de las fuerzas
políticas, ni con la tendencia a la superar el muro fronterizo
impuesto por los Estados.

La Huelga General de mayo de 1890 desborda todos los controles
militares y obliga al general Loma a negociar directamente con los
huelguistas, firmándose el “Pacto de Loma” que beneficia a la
clase obrera, pero tras la vuelta al trabajo la patronal los
incumpliría sistemáticamente. La
rebelión llamada Gamazada de 1893-94 que recorrió Euskal Herria
contra el proyecto español de aumentar el tributo de guerra impuesto
a Nafarroa en 1841 y a Vascongadas en 1878 que significaba además de
destruir lo pactado, sobre todo imponer el centralismo estatal; la
respuesta de masas fue tal que el Estado tuvo que retroceder. A la
vez se centralizaba políticamente la pequeña burguesía creando el
PNV en 1895 que se expandiría con rapidez desde su núcleo vizcaíno.
Al poco, en 1901, la lenta pero imparable toma de conciencia
lingüístico-nacional organizó el Congreso de Euskerología
realizado simultáneamente en Hendaia y Hondarribia, uniendo
simbólicamente las dos partes del territorio vasco separadas por la
frontera franco-española: no se puedes ocultar la preocupación de
París y Madrid ante ese paso cualitativo, que iba más allá de la
unidad material solidaria demostrada en las dos guerras en defensa
del Sistema Foral.

En la Huelga General de 1903 el general Zappino, al mando de un
Regimiento de Artillería de Montaña, abrió negociaciones por su
cuenta con los obreros debido a la ineficacia de la patronal,
llegando a unos acuerdos que la burguesía bilbaína debía aceptar.
En la Huelga General de 1906 fue el propio rey español, que
veraneaba en Donostia, quien interviene a petición de la patronal
para llegar a un acuerdo con la clase obrera, acuerdo que la
burguesía incumplió creyendo que los trabajadores se habían
tragado el anzuelo que se escondía dentro de la firma del rey.
Mientras el malestar obrero volvía de nuevo en Hegoalde, en 1908 la
clase obrera de Iparralde realizó su primera huelga en Baiona,
confirmando que se había iniciado una dinámica de lucha de clases
que sería drásticamente cortada por el estallido de la guerra de
1914.

Entre ambas Huelgas estalló en 1905 la revolución rusa que tuvo
sobre todo tres grandes efectos teóricos para el tema que tratamos:
Uno el papel de las Huelga de Masas, tal como lo entendía el grupo
liderado por Rosa Luxemburgo que denunció implacable y
premonitoriamente la tendencia objetiva del parlamentarismo «de
izquierdas» a transustanciarse en pacifismo burgués renegando de la
violencia defensiva, actuante o preventiva, inherente a la lucha del
proletariado. Otro, el paso decisivo dado por los bolcheviques
liderados por Lenin consistente en unir en las nuevas condiciones
imperialistas, la estrategia socialista elaborada hasta entonces con
la estrategia militar, más allá de lo alcanzado por Engels y por
Marx. Y por último, la readecuación por Trotsky de la teoría de la
revolución permanente que ambos amigos elaboraron en 1850, que se
debatió desde entonces. Las tres, y otras en las que no podemos
extendernos, serán decisivas para la emancipación mundial, y las
tres tienen directa relación con la teoría marxista de la
violencia.

Las condiciones objetivas impidieron que la oleada de luchas obreras,
populares y campesinas que se ya se vivía en tierras vascas en esa
década conociera esos imprescindibles debates, imposibilidad que
explica en parte las limitaciones de muchas luchas concretas y sobre
todo de la Huelga General de 1910, que fue la respuesta al
incumplimiento de lo firmado por el rey español representante del
capital. De nuevo los obreros negociaron lo que creían la solución
con el general Aguilar que dirigía el Estado de Guerra y con Merino,
Ministro de la Gobernación. El incumplimiento del pacto firmado por
el rey aceleró el desprestigio de la monarquía hasta ser expulsada
en 1931, pero todavía en ese 1910 el movimiento obrero y popular no
había desarrollado la independencia política de clase –una de las
exigencias que une a Rosa Luxemburg, Lenin y Trotsky– suficiente
como para no volver a cometer el error de credulidad hacia las
promesas del capital, y la indefensión ante la represión militar
que fue aplastante, lo que confirmaba el peso decisivo de lo militar
en el asentamiento del capitalismo en Euskal Herria.

Es muy posible que, como había sucedido antes de 1872, tan
abrumadora militarización de la política y de la economía desde
1876, por no hablar de la imposición de las lenguas española y
francesa, provocara el rebote contrario de azuzar la concienciación
general que ya venía impulsada desde antes, como hemos visto arriba:
en la década de 1910 avanza la organización obrera en todos los
sentidos, incluido el sindicalismo católico, y en especial un
sindicalismo vasquista que para 1914 ya empieza a chocar con la
burocracia del PNV en una incipiente muestra de independencia
política de clase; se avanza en un nacionalismo más radicalizado
que el del PNV ya incipiente en 1909; también surgen unas primeras
reflexiones sobre la opresión vasca del republicanismo liberal que
aceptaba el marco «vasco-navarro», etc.

Llegados a este momento debemos volver a la «profecía» engelsiana
de 1874 confirmada en 1914. Engels se adelantó a la historia también
en este caso porque desarrolló la unidad entre la industria de la
matanza de seres humanos y la ley del valor descubierta por Marx, y
lo hizo además defendiendo el papel decisivo de la «vergüenza
nacional», de la subjetividad, etc. Fueron pocos los que
desarrollaron esta dialéctica. Para 1914 la II Internacional tenía
una posición oficial antimilitarista y antiguerra radical en
apariencia, pero hueca, podrida en la realidad. Fue F. Mehring quien
más profundizó en la investigación abierta por Engels y por Marx.
Rosa Luxemburg iba por delante de Lenin como quedó claro en 1912 con
su crítica del papel del militarismo en la acumulación capitalista,
crítica que la II Internacional intentó silenciar. Por su parte, el
socialista pacifista Jaurés se esforzó en cuadrar el círculo entre
antiimperialismo y «nuevo ejército» por lo que fue asesinado por
la extrema derecha francesa en 1914: su heroísmo innegable tenía
todos los defectos del pacifismo y ninguna de las virtudes del
antimilitarismo revolucionario. La decisiva aportación de Lenin de
1905 apenas era conocida, pero aún no había profundizado
teóricamente en la dialéctica entre guerra e imperialismo, cosa que
haría a partir de 1914-15.

La guerra mundial de 1914-18 exacerba la militarización del
capitalismo vasco que ya venía de antes, siendo reforzado por las
llamadas «guerras de África» desde 1893 y luego por los pactos
franco-españoles de 1904 para invadir a los pueblos norteafricanos
como en 1911. En Hegoalde se suman los efectos de las guerras de Cuba
y Filipinas: el fundador del nacionalismo pequeño-burgués, Sabino
Arana, sufrió cárcel por enviar un telegrama saludando la
independencia de Cuba. La producción siderometalúrgica, naval,
armera, etc., vasca y el creciente peso financiero de su burguesía
es cada día más importante en el débil imperialismo español,
mientras que sus fuerzas represivas, el nacionalismo españolista del
PSOE y su control reformista sobre la UGT, le facilitan el orden y la
explotación. Pero las luchas obreras, campesinas y populares no
desaparecen, ni tampoco se detiene la concienciación vasca que
adquiere tantas formas como expresiones tiene la lucha de clases y la
opresión nacional. Todo ello influirá en la compleja respuesta
vasca a la Huelga General española de agosto de 1917.

La oleada revolucionada inaugurada por la revolución bolchevique
termina impactando en Euskal Herria con efectos cualitativos cuando
en pocos años, desde 1920 hasta 1923, se integran cinco dinámicas
en una realidad nueva marcada por la dura crisis industrial de 1921,
por la ofensiva patronal contra los salarios desde 1922, y por la
lucha entre campesinos y burguesía agraria sobre todo en la Ribera:
Una, dentro del sindicalismo vasquista, ELA, surgen algunos debates
sobre el derecho de autodeterminación según Lenin. Dos, se asienta
la corriente nacionalista-radical de 1909 que daría paso a ANV una
década después. Tres, se rompe en dos el PNV: Aberri y Comunión
Nacionalista que, aunque se reunificaron en 1930 dejaron una brecha
decisiva, Cuatro, en la izquierda político-sindical española surgen
algunas propuestas de acercamiento al nacionalismo vasco. Y cinco,
dentro de esta izquierda estatal se produce una escisión que se
integra en la Internacional Comunista, creando las condiciones para
que una década después surja un embrión de comunismo abertzale
válido en aquel contexto.

Desde luego que el resto de fuerzas sociopolíticas conservadoras y
derechistas también respondían a esos cambios, como el carlismo que
mantenía aún una fuerte tensión interna entre su dirección
contrarrevolucionaria y sus bases populares apegadas a lo que quedaba
de derechos forales. Este proceso claramente ascendente fue cortado
durante un tiempo por el golpe militar de 1923 que con una pequeña
suavización en 1930 se mantuvo hasta 1931.

5.- DE 1931 A 1944

Debemos contextualizar estas
transformaciones en el panorama teórico-político desencadenado por
la guerra mundial que, a su vez, fue consecuencia de las
contradicciones generadas por la salida de la primera Gran Depresión
de 1873-1890: el salto de la fase colonialista a la fase
imperialista. El vórtice de este temporal fue la fundación de la
Internacional Comunista en marzo de 1919, diez y ocho meses después
de la revolución bolchevique, lo que permitió que las izquierdas
vascas tuvieran un corto período de acceso a alguna información
crítica y rigurosa sobre el capitalismo, y a opiniones teóricas y
políticas antes casi inaccesibles. Pero la IC no cayó hecha del
cielo, fue el resultado de la lucha de clases mundial y, en el tema
que nos interesa, sobre todo del avance de Lenin en 1905 en lo que
concierne a la estrategia político-militar iniciada por Marx y
Engels, con las aportaciones de Trotsky, y también, aunque en menor
medida, a las reflexiones de Rosa Luxemburgo sobre la Huelga de Masas
y las tareas de los sindicatos y partidos. Aunque estas en menor
medida porque la marginación a la que fue sometida en el partido
alemán desde 1905, la guerra, la derrota revolucionaria de 1918 en
sus miles de asesinados, incluida ella, frenaron mucho la difusión
de sus ideas.

La creación de una corriente
comunista en el PSOE al calor del bolchevismo y su posterior salto a
partido facilitó que esa corriente resistiera de algún modo la
represión de la dictadura de 1923-31. La Internacional Comunista
insistía mucho en que la militancia debía estar preparada para la
represión y la clandestinidad, pero que no debía aislarla del
pueblo explotado sobre todo cuando éste sufría opresión nacional.
Pese a la burocratización sufrida desde 1924, también insistió
mucho en que las organizaciones y partidos comunistas debían dominar
la teoría de la violencia revolucionaria en todas sus formas, sobre
todo las insurreccionales. Semejante formación teórico-política le
permitió realizar una pequeña pero simbólica movilización contra
el golpe militar de 1923, así como no caer en el colaboracionismo
con la represión militar del PSOE y UGT, agente del capital y de los
militares en la persecución de las libertades. La influencia de la
IC llegó a sectores de ELA que propusieron una lectura de las tesis
de Lenin sobre la autodeterminación de los pueblos, como hemos
dicho; también el poder de atracción de la IC presionaba para que
corrientes radicales e incluso reformistas reflexionasen sobre el
socialismo.

Aunque la dictadura frenó esta
dinámica, no la anuló, y menos cuando la segunda Gran Depresión,
la de 1929 elevó las contradicciones sociales a un nivel
insospechado, reactivando las movilizaciones, huelgas y actos
políticos ilegalizados. La victoria de la II República en abril de
1931 abrió las espitas de la olla a presión que era Hegoalde
reorganizándose rápidamente las fuerzas políticas, sindicales y
culturales. La intentona golpista de agosto de 1932, la sanjurjada,
fue una advertencia muy clara de que el bloque de clases dominante
quería acabar con la II República a cualquier precio, que aprendió
de los errores del general Sanjurjo para lanzar el ataque definitivo
solo cuatro años después. Parece muy probable que, como en las
crisis anteriores, la gravedad de la situación intensificara los
procesos de toma de conciencia anticapitalista de sectores
nacionalistas: ANV, por ejemplo; o lo de lo que era un embrión del
independentismo socialista: los comunistas de la Federación
Vasco-Navarra; o la radicalización de Jagi-Jagi y grupos de
mendigoizales, etc. Esto hizo que para 1934, fecha de la llamada
Revolución de Octubre, las fuerzas golpeadas por la pasada dictadura
mantuvieran relaciones cordiales ante el peligro golpista.

Para los fines de esta
presentación los aciertos, errores y límites de la insurrección
revolucionaria de octubre de 1934 ofrecen lecciones muy importantes.
La síntesis teórica realizada hasta ese momento en base a la enorme
amplitud de las luchas populares había elaborado lecciones y
principios básicos: Estratégica que integre la dialéctica entre lo
económico, lo político, lo ético, lo cultural, lo militar, etc.,
como una totalidad con niveles. Estructura organizativa que permita
la interacción equilibrada de las tácticas necesarias a cada una de
las partes de esa totalidad. Concepción del Estado burgués como
mando centralizador de las múltiples violencias del capital y como
su garante estratégico último mediante el terror. Necesidad de
destruir el Estado y su «alma armada». Política de acumulación de
fuerzas destinada a este fin estratégico. Interacción entre las
formas de lucha y su encauzamiento a la toma del poder. Valoración
del tiempo político en base a este objetivo. Tácticas de trabajo,
división y desmoralización de las fuerzas represivas, etc.

El contexto de otoño de 1934 no
era muy propicio para la insurrección: las divisiones internas del
PSOE y de la UGT; la debilidad relativa del PCE y de la CNT; los
rescoldos que pervivían de la histórica separación entre el
movimiento obrero de origen estatalista y el vasco, pese al
importante acercamiento reciente; el obstruccionismo del PNV y del
republicanismo reformista; el peso de la Iglesia sobre todo en el
campesinado y en los sectores obreros relacionados con él; las
amenazas del fascismo y de las derechas… No debemos olvidar que la
II Internacional no tenía ni quería tener una teoría de violencia
que, integrada en un capítulo sobre la insurrección, lo que mermaba
mucho la efectividad de sus bases radicalizadas. El anarquismo estaba
más fogueado, pero rechazaba la praxis marxista al respecto. La
burocratización de la Internacional Comunista había amputado tanto
el marxismo –Rosa Luxemburg, Pannekoek, Trotsky, Preobrajensky, el
último Lenin, Reich…–, que desde finales de los ’20 la llamada
«teoría científica» era una caricatura mecanicista.

Por todo esto la Revolución de
Octubre, fuerte en Asturias, tuvo desigual apoyo en Hegoalde, pero
aportó tres lecciones: Una, el pueblo trabajador estaba en proceso
de radicalización porque incluso ELA la apoyó implícita y
pasivamente. Otra, tuvo muchos errores de organización a pesar de
que para esa fecha la teoría insurreccional estaba bastante
elaborada. Y la tercera y menos visible en ese momento pero que sería
muy importante, sectores de las bases del PNV empezaron a liberarse
de la sumisión al Estado Vaticano, aliado estratégico de la
burguesía, lo que sería decisivo para forzar a la mayoría de la
dirección del partido a posicionarse en defensa de la II República.
Como otras muchas veces en la historia, Octubre del ’34 fue una
escuela de aprendizaje que sirvió en buena medida para, al cabo de
solo 21 meses después, derrotar parcialmente a la sublevación
contrarrevolucionaria de julio de 1936.

La radicalización social en
Hegoalde, creciente en 1935, respondía además de a la devastación
de la crisis, también a la toma de conciencia de los errores de
Octubre ’34 y de que más temprano que tarde la burguesía
intentaría otro golpe más salvaje que el de 1932: empezaban a
circular rumores sobre sus contactos con el nazifascismo, lo que
propició un acercamiento entre las fuerzas político-sindicales. En
la Ribera se masticaba la tensión porque crecía la lucha por la
recuperación de las tierras comunales a la par que de burguesía y
la Iglesia pedían a gritos la intervención militar. Por su parte,
el campesinado de Bizkaia y Gipuzkoa fue golpeado con desahucios de
caseríos y tierras al no poder pagar las altas rentas, lo que llevó
incluso a la protesta del blando y dubitativo PNV cada vez más
presionado por sus bases y por el mundo de la cultura euskaldun, muy
alarmado por el auge del antivasquismo desde hacía tiempo y en
especial desde 1931 cuando la II República sí reconoció el
bilingüismo en Catalunya pero lo prohibió en Euskal Herria. Esta
guerra lingüístico-cultural se extendía al conjunto de
prohibiciones contra una Universidad Pública vasca a pesar de que la
alfabetización era la más alta del Estado y con mucho, pero
obligatoriamente en español.

La teoría marxista de la
violencia, relacionada con la ley del valor, se vio trágicamente
confirmada de nuevo con el alzamiento contrarrevolucionario de julio
de 1936, y con la guerra que le siguió, conflicto bélico que en
Euskal Herria duró en su expresión máxima hasta 1944, con la
retirada nazi de Iparralde, aunque se mantuvieron formas de guerra no
«convencionales» pero sí justas. El arte de la insurrección es un
capítulo de la teoría de la violencia y aunque en 1936 el
«insurrecto» fue el capital, es decir, que fue la burguesía la
primera en atacar tomando la ofensiva, debemos recordar cómo Lenin
criticaba a Kautsky, a Plejanov y al reformismo el que no
comprendieran la dialéctica entre ofensiva y defensiva, es decir,
que a la «insurrección» contrarrevolucionaria se le debe combatir
con inmediatas insurrecciones obreras y populares, que de hecho fue
lo que ocurrió en muchas ciudades del Estado y de Hegoalde: el
pueblo obrero tomó las calles escasamente armado, exigió más armas
y, como en Donostia y otros pueblos industrializados de Gipuzkoa creó
verdaderas comunas que derrotaron a los sublevados, o detuvieron su
avance obteniendo un tiempo vital para organizar la resistencia y
pasar a la ofensiva.

Las comunas obreras y populares
tuvieron que redoblar sus esfuerzos heroicos no sólo ante la gran
superioridad cuantitativa de los invasores, no sólo ante la fuerte
resistencia interna de los contrarrevolucionarios que saboteaban la
incipiente democracia socialista, sino también para compensar la
pasividad del PNV en las primeras y fundamentales semanas de la
guerra. En otros lugares, el PNV negoció con los sublevados. En las
zonas libres tuvo una política ambigua y contradictoria, ya que por
un lado, no movilizó el enorme potencial industrial, ni nacionalizó
la banca, ni creó un verdadero ejército, además tensionó las
relaciones con las izquierdas para que no tomaran urgentes medidas
socializadoras, cerró bastante los ojos y oídos al sabotaje
interno…y se rindió en Santoña entregando la industria intacta y
sus batallones desarmados al invasor. Pero, por otro lado, impulsó
la cultura y creó un diario monolingüe en euskara, Aberri,
e intentó crear una administración parecida a un Estado burgués
con tintes progresistas.

Se debate mucho sobre si fue
correcto que las izquierdas cedieran en sus reivindicaciones para
mantener la unidad antifascista. Toda la experiencia histórica
aconsejaba, por el contrario, que se mantuviera la independencia
política de clase y la lucha por la independencia vasca de facto,
movilizando todos los recursos posibles. Pero la II Internacional ni
quería ni podía avanzar a la democracia socialista y al pueblo en
armas. En su VII Congreso de verano de 1935, la Internacional
Comunista inició la estrategia de los Frentes Populares, que ha
resultado un fracaso histórico. Las corrientes expulsadas o
exterminadas por la IC stalinizada habían quedado reducidas a una
minoría, aplastadas desde mayo de 1937 en Catalunya, asesinadas
desde junio a la vez que caída Bilbo en manos españolas y
decapitadas en ese verano con el exterminio de la Comuna de Aragón
por tropas del PCE. No hace falta recordar que, aun y todo, la
resistencia tanto en Hegoalde como en el Estado fue tenaz, muy por
encima de lo imaginable.

Hemos dicho arriba que la guerra
en su expresión convencional se libró entre 1936 y la retirada de
los nazis de Iparralde en 1944, lo que permitió que se crearan bases
en el Pirineo Atlántico para facilitar la entrada de los Aliados en
la Península, como se creyó ingenuamente durante unos meses. La
fracasada penetración guerrillera por el valle de Arán y otras
zonas, dio razones a quienes ya tenían decidido «cerrar el frente»
en un contexto idóneo para avanzar decididamente hacia la
independencia. Pero el PNV no lo quería. Los comunistas vascos no
pudieron contener el triunfo del nacionalismo español en el PCE que
se había impuesto definitivamente en mayo de 1937, ni la
supeditación total a los dictados de Moscú, que ya había cedido el
Estado español al imperialismo: los comunistas vascos fueron
purgados. La II Internacional, en proceso de recuperación, también
se volvió contra Moscú, contra el comunismo y las guerras de
liberación nacional. Las huelgas y manifestaciones que se
recuperaron desde 1947 mantuvieron la esperanza de libertad justo
hasta 1953, año en el que la dictadura cambió de amo internacional:
ya no era el nazismo, eran los EEUU.

6.- DE 1944 A 1965

Pero este fin de una fase
político-militar no significó el fin de las resistencias, aunque
los grupos armados supervivientes estaban muy debilitados en la
década de 1950. La «vergüenza nacional» se estaba recomponiendo
en el interior de la vida popular, e incluso empezaba a aparecer en
público mediante actos culturales, luego con propaganda obrera y
política y al poco, incluso con bombas caseras contra símbolos
franquistas. Sin embargo, y a diferencia del Octubre del ’34 y de
la guerra de 1936-44, en el período 1953-1966, año en el que se
inició la larga V Asamblea de ETA, la izquierda independentista que
se estaba formando tenía menos recursos teóricos para elaborar una
estrategia político-militar adecuada tanto a las formas de opresión
nacional que sufría como al contexto internacional. La censura y la
represión frenaban el acceso a las ideas revolucionarias que
empezaban a surgir en Europa en esa década, pero a pesar del miedo a
la tortura, esos libros llegaban.

Para el tema que nos interesa, la
estrategia político-militar inherente a la praxis revolucionaria
orientada a la superación histórica de la ley del valor en la
historia vasca, es importante ver el contexto que influenciaba en los
debates internos antes de que, en la IV Asamblea de 1965, ETA se
declarara socialista si bien con un alto grado de abstracción
teniendo en cuenta la diversidad de corrientes internas. Años antes,
Stalin, muerto en 1953, comentó a Tito que: «En nuestros días el
socialismo es posible incluso bajo la monarquía inglesa. La
revolución no es ya necesaria en todas partes […] Sí, el
socialismo es posible bajo un rey inglés». La idea de Stalin fue
oficializada en 1956 en el XX Congreso del PCUS cuando se teorizó la
«coexistencia pacífica», e inmediatamente después, el PC de
España la concretó con la estrategia de «reconciliación
nacional».

Fue en ese 1956 de la
«reconciliación» y la «paz» que la gran huelga del 9 abril en
Iruña inició una nueva fase de lucha de clases en Hego Euskal
Herria marcada por la aparición de las comisiones de fábricas, de
sus trabajadores, que se alejan del sindicalismo oficial y amarillo y
recuperan la tradición histórica de la independencia obrera
autoorganizada en el lugar de trabajo y con otras empresas, y al poco
en estrecha relación con la vida en los barrios y pueblos, con sus
colectivos vecinales. Ulula el fantasma de los consejos, de los
soviets, de las asambleas obreras y populares… hornos en los que se
funde el acero de las insurrecciones. La burguesía siente pánico y
pide ayuda a la dictadura. La tensión es tal que sectores burgueses
llegan a discutir con el gobernador «civil» de Bizkaia sobre las
medidas a tomar. Mientras que el PC de España implora por la
«reconciliación nacional» el proletariado, que está en proceso de
vertebrar al nuevo pueblo trabajador que surgirá de la salvaje
represión de las huelgas de abril de 1956, empieza a
autoorganizarse.

En esas condiciones, para los
resistentes que sin ser independentistas sí defendían el derecho de
autodeterminación tal cual lo entendía Lenin, este giro al
pacifismo y al nacionalismo español abrió profundas grietas
subjetivas por las que, en un lustro, empezarían a penetrar
reflexiones sobre qué querían aquellos «jóvenes abertzales» que
se preguntaban sobre todo, que reconocían su ignorancia incluso de
la historia vasca porque no se creían ya las versiones del PNV y
menos aún las del imperialismo franco-español. Estos sectores
empezaban a preguntase sobre el creciente abismo que separaba a la
vieja izquierda estatalista del nuevo proletariado vasco: en su
memoria militar algunos guardaban como oro en paño el heroísmo de
los gudaris comunistas en la guerra de 1936-44, que dieron a sus
batallones nombres como el de Gernika,
y profundamente internacionalistas como el de Rosa
Luxemburg
, elegido a
pesar de que esta revolucionaria había sido depurada post
morten
por la
burocracia stalinista en la década de 1920, y no dudaban en
calificar de imperialista al Ejército español. Pero el PCE les
exigía que se reconciliasen con la patronal y con las fuerzas
represivas que masacraban al pueblo en aquella impresionante huelga
de abril de 1956.

Para otros resistentes, los que
provenían de o se habían formado en la tradición nacionalista
radical de ANV, Jagi-Jagi, etc., semejante deriva les daba la razón
sobre las limitaciones de cualquier teoría sociopolítica que no
tuviese en cuenta la realidad de la nación vasca. Había
transcurrido un cuarto de siglo desde que, en 1933, los comunistas de
la Federación Vasco-Navarra denunciaron el proyecto de autonomía
burguesa de 1931 concedida por el imperialismo español, exigieron la
Amnistía, hablaban en euskara en sus mítines, elaboraron una
estrategia de recuperación de los bienes comunes y de expropiación
de la burguesía, etc. Estos y otros avances se habían olvidado en
buena medida, o habían sido borrados incluso por el PC de España en
las durísimas condiciones de la guerra y la dictadura. Sin embargo,
este nacionalismo radical tenía razón en ese momento pese a sus
limitaciones de clase: cualquier estrategia liberadora debía basarse
en primer lugar en las raíces sociohistóricas de Euskal Herria, no
podía cometer el error de creer incondicionalmente en el
‘internacionalismo’ del grueso de la izquierda española, que no
había aprendido nada de la advertencia de Lenin sobre los nefastos
efectos del resurgir del nacionalismo gran-ruso en los bolcheviques.

Las dudas de estos y otros grupos
clandestinos se iban convirtiendo en certezas según veían cómo en
1959 las nuevas leyes de Orden Público podían abrir consejo de
guerra a quienes preparasen una huelga, o participaran en ella. Si la
exigencia de mejores condiciones sociales podía ser delito de
rebelión militar, la pregunta era obvia: ¿qué forma de resistir a
la violencia militar injusta que con la violencia militar justa? Los
debates sobre las formas de interacción entre tácticas pacíficas,
no-violentas y violentas fueron frecuentes en ETA, como lo habían
sido en las izquierdas desde el socialismo utópico, por no
retroceder más en el pasado, investigación muy necesaria pero
imposible aquí y ahora. Además de en la propia experiencia vasca,
tan plena de lecciones, ¿dónde más buscarlas y encontrarlas? En
aquella URSS y en el PCE desde luego que no.

La respuesta se va haciendo cada
vez más urgente en la medida en que crecen las movilizaciones y
algunas pasan a ser huelgas importantes, como las de 1963, pero
también aparecen nuevas luchas autoorganizadas como la primera
ikastola en 1964, parte de una tendencia ofensiva muy clara hacia la
recuperación de la lengua y cultura. Y conforme se van llenando las
cárceles, los colectivos de ayuda van mejorando su funcionamiento
que databa, al menos, de 1936. Como todo pueblo explotado, también
el vasco disponía de una memoria y saber clandestino. La IV Asamblea
de 1965 se enfrenta a este panorama con tres grandes opciones: la que
defendiendo un socialismo democrático más radical que el de la II
Internacional, insistía en la importancia de la lucha cultural, sin
menospreciar otras. La que defendía las nuevas teorías de izquierda
europeas; y la que optaba por aprender de las guerras de liberación
nacional antiimperialista.

La victoria comunista en China
era reciente, de 1949, y poco a poco y de manera definitiva desde
1962, empezaban a llegar textos maoístas en los que se criticaba de
desviacionismo derechista y pacifista a la URSS. Las victorias de
Cuba y Argelia se estaban viviendo en ese período: 1959 y 1962,
respectivamente. Vietnam resistía. Aunque Irlanda del Norte parecía
dopada, una mirada atenta descubría que también allí empezaba a
despertarse la «vergüenza nacional» del león dormido… Frente a
esto, ¿qué ofrecía la izquierda europea? Desde finales de los ’50
el situacionismo adelantó críticas decisivas al capital,
esforzándose por integrar a grupitos consejistas, luxemburguistas,
autonomistas, etc., del mismo modo que lo intentaban otras
corrientes, como Socialismo o Barbarie. El maoísmo avanzaba entre
sectores radicalizados que se reforzarían con la «revolución
cultural» iniciada en 1966. La corriente más fuerte del trotskismo
se reorganizó en 1963. El stalinismo más plomizo de los PCs
oficiales, se debilitaba rápidamente. Etcétera. Como efecto de
estos debates, desde finales de los ’60 surgieron las condiciones
para la formación de diferentes organizaciones armadas.

Hemos omitido nombres de autores
para no caer en el destructor individualismo metodológico que pudre
los egos narcisistas de la casta intelectual, y del academicismo. El
período que hemos resumido tan esencialmente, fue un estallido
multicolor, bello y espectacular de creatividad teórica que debemos
actualizar, pero que, en el tema que nos concierne, sufría de cinco
grandes quiebras además de otras menores:

Una, no pudo arraigar en el
movimiento obrero organizado, lo que le impidió derrotar el
reformismo de los PCs oficiales y de la II Internacional en la oleada
prerrevolucionaria iniciada en 1968, como se vio en Italia en donde
el PCI y su poderoso aparato sindical y mediático, editó a Gramsci
en 1951, lo había desfigurado totalmente para 1956 y para inicios de
los ‘70 lo hizo padre del eurocomunismo siendo pieza clase en el
aplastamiento de la oleada obrera y la lucha armada. Dos, siguió
atado al eurocentrismo cuando precisamente las luchas
antiimperialistas se expandían por el mundo, lo que le frenó la
comprensión del proceso de aburguesamiento del proletariado europeo
gracias en parte al saqueo euroimperialista. Tres, era profundamente
estatalista, lo que le impidió comprender la fuerza emancipadora de
las naciones oprimidas dentro de Europa, como era el caso de la
opresiones nacionales dentro del Estado francés –vascos, corsos,
bretones, occitanos…– justificadas de forma oblicua por el PCF,
defensor siempre de la «nación republicana» gala. Cuatro, ese
estatalismo le impidió ver la contradicción interna a la nación
burguesa incapacitándole para combatir el racismo y la recomposición
de los neofascismos, desde un modelo de nación trabajadora
antagónico al burgués europeo.

Y, sobre todo, en quinto lugar,
una concepción formalista y exterior a la lucha de clases real, de
la estrategia político-militar con escasa inserción proletaria,
limitación que pagaron las heroicas organizaciones armadas que
surgieron pero que, por lo dicho, tenían poca implantación en el
pueblo obrero en lucha. Es verdad que hubo intentos serios de dotarse
de una estrategia de liberación nacional con respecto al poder
imperialista y de la OTAN, como en Italia, en Alemania Occidental,
etc., pero, sin grandes precisiones ahora, cometieron un error
parecido a los Tupamaros cuando dieron por supuesto que el pueblo
uruguayo rechazaba decididamente la presencia yanqui en el país.
Pero esa presencia, innegable, estaba muy ocultada, apenas era
perceptible a simple vista, porque uno de los objetivos prioritarios
de la contrainsurgencia era precisamente invisibilizar el dominio
yanqui, manteniendo la sensación falsa de la independencia uruguaya.

La OTAN y las mafias, la II
Internacional, la derecha democristiana, los reformismos varios, los
cristianismos, etc., hicieron lo imposible por legitimar la
subordinación europea a los EEUU, minando así uno de los pilares
decisivos de crecimiento de las guerrillas. Otro método fue
minimizar la resistencia armada comunista contra el nazismo y el
enorme colaboracionismo burgués en la II GM, cuando fueron los
comunistas los que llevaron el mayor peso de la lucha en la Europa
ocupada, y el Ejército Rojo en la totalidad de la guerra. Para los
’60 la industria de la manipulación había trivializado tanto la
guerrilla que la mayoría de la clase trabajadora había olvidado que
en 1945-47 se vivía en Europa occidental un clima
prerrevolucionario, según la la Inteligencia Militar aliada. El
mayor daño fue olvidar que entre 1941-44 se libraron guerras de
liberación nacional y social dirigidas fundamentalmente por las
izquierdas, que pusieron en jaque a la burguesía europea
profundamente desgastada por su colaboracionismo activo o pasivo.
Ahora no podemos extendernos aquí en las razones complejas de la
victoria imperialista desde 1947-48, solo decir que la pérdida de la
memoria militar y la propaganda masiva pro-yanqui dificultó mucho
que los grupos armados de finales de los ‘60 pudieran demostrar la
continuidad histórica de su lucha con la de 1941-44, algo decisivo.

7.- DE 1965 A…

Por tanto, y volviendo al
contexto teórico-político que envolvía los debates en ETA desde la
IV Asamblea de 1965 hasta la VI Asamblea de 1973, en la que se
declara oficialmente comunista, la izquierda europea podía aportar
algunas ideas muy importantes, pero siempre dentro de una totalidad
en la que la mayor aportación vino del peyorativamente llamado
«tercermundismo». Las interrogantes que crecientes sectores obreros
y populares se hacían desde finales de los ’50 eran sobre cómo
responder a la militarización extrema impuesta por el franquismo:
¿mediante la estrategia de «reconciliación nacional» y la
«coexistencia pacífica»? ¿O mediante la interacción de las
formas de lucha, incluida tácticamente la violencia defensiva?
Dejando de lado en la medida de lo posible sus diferencias, enormes
muchas veces, y los límites que hemos visto, las izquierdas europeas
de ese período aportaron ideas centrales:

El derecho general incuestionable
a la rebelión y a la resistencia violenta, siempre en una estrategia
que lo englobase, orientase y utilizase según la teoría de la
violencia, aunque las corrientes matizasen mucho las condiciones de
práctica de ese derecho. Que estas formas y la lucha de clases en su
totalidad debían basarse en el estudio riguroso de la sociedad
capitalista del momento, de sus contradicciones y de las necesidades
del proletariado. Que los sistemas de alienación e integración del
movimiento obrero y de la intelectualidad se habían desarrollado
cualitativamente desde la década de los ’30. Que la cultura y la
subjetividad revolucionarias adquirían tanta o más importancia que
en las fases anteriores. Que estos y otros cambios en las relaciones
de producción y reproducción exigían formas de lucha adecuadas.
Que ese estudio del momento concreto nunca tenía que perder de vista
la naturaleza esencial del modo de producción capitalista. Que el
sistema burocrático de la URSS no servía como modelo. Que los
partidos y sindicatos que lo aplicaban en Europa, tampoco. Que…

Curiosamente, algunas de las
lecciones que llegaron del «tercermundismo» eran mejoras de las
europeas por la simple razón de que, en aquellas condiciones
bastante más duras, desarrollaron de manera creativa sus enormes
potencialidades, sobre todo en lo concerniente a la dialéctica entre
autoorganización popular y organizaciones de vanguardia, una visión
más crítica del imperialismo, más participación de la mujer
trabajadora en las tareas más peligrosas, más capacidad para
integrar las culturas populares y las creencias religiosas
justicialistas en la lucha revolucionaria, una más profunda
valoración de la ayuda mutua y de lo comunal, una valoración de la
importancia de la memoria popular y de su vertiente militar, … Y
una ética de la militancia y de la vida que en Europa sólo existía
en los grupos armados y en la izquierda más coherente.

La larga V Asamblea fue la que
fusionó estas diversas aportaciones, pero supeditadas a la historia
y presente del marco autónomo de lucha vasco. Por ejemplo, la
prolongada huelga de la fábrica de Bandas de 1966-67 tenía todos
los componentes clásicos de la autoorganización obrera y popular de
otras huelgas históricas desde el siglo XIX: solidaridad, ayuda
mutua, relación e interacción vecinal y comarcal, etc., imposibles
de lograr si no se hubiese desarrollado la independencia política
del movimiento obrero desde mediados de los ’50, como hemos visto
antes. Estas y otras lecciones internacionales siguieron
materializándose en Hego Euskal Herria hasta plasmarse en la
insurrección contra el Consejo de Guerra de Burgos de diciembre de
1970; en la insurrección de Gazteiz el 3 de marzo de 1976 contra
todas las formas de violencia inherentes a la opresión nacional de
clase; en la insurrección de la Semana Pro-Amnistía de mayo de
1977… Una enriquecedora fusión de luxemburguismo, leninismo,
«tercermundismo» y otros
ingredientes, cocinada al pil-pil
de las contradicciones sociohistóricas en una magnífica
confirmación de la dialéctica entre ley del valor y teoría de la
violencia, en la que la «vergüenza nacional» es una fuerza
práctica.

Alguien puede sorprenderse de que
hablemos con tanta facilidad de insurrecciones en Euskal Herria, pero
con eso solo demuestra una supina ignorancia de la historia; o una
ideología reaccionaria que niega la historia, o la más probable: un
reaccionarismo ignorante. Contra esta ignorancia reaccionaria hay que
saber que la lógica de la rebelión está alimentada también por la
cultura popular que administra democráticamente los valores de uso,
que cuida y potencia esos valores de uso que no de cambio, como
bienes comunes. Desde poco antes de la IV Asamblea y definitivamente
desde la V y al margen de sus escisiones, ETA como proceso tenía muy
claro la importancia de la subjetividad, de la memoria histórica no
burguesa, de la lucha lingüístico-cultural de innegable contenido
político.

Hemos visto cómo la recuperación
de la lengua y cultura vasca fue impulsada sobre todo en los momentos
de guerra defensiva, en las «carlistadas», bajo la dictadura de
1923-31, en la guerra de 1936-44, bajo la dictadura franquista,
durante la cual la militancia proeuskaldun de los refugiados en
Iparralde dio un poderoso impulso a la autoestima euskaldun
despreciada por el chauvinismo francés, con el ejemplo propagador de
la ikastola de Hendaia, entre otras. En Hegoalde, en 1968 la lucha
político-cultural dio un salto con el asentamiento de Euskaltzaindia
y con la unificación
del euskara, pero lo más importante era la multiplicación imparable
de las ikastolas, gaueskolas, grupos de euskaldunización y
recuperación cultural, etc., gracias a los movimientos populares. Se
sentaban así las fuerzas para lo que más adelante sería una densa
red de medios de comunicación libre y crítica cuya parte más
visible eran Euskaldun
Egunkaria
y Egin,
pero sostenidos por una base sociocultural popular ampliamente
extendida, en pugna frontal con la industria de alienación de masas.

Toda simplificación, toda
definición taxativa tiene serios peligros de dogmatismo. Se ha hecho
común separar en tres corrientes totalmente enfrentadas entre sí el
choque dentro de ETA entre 1965-67: culturalistas, europeístas y
tercermundistas. Tal esquematismo ha sido muy negativo porque, como
hemos visto, en la realidad actuaba una totalidad en la que cada una
de las tendencias asumía en la práctica determinados componentes de
las otras dos, resultando en los hechos un proceso de lucha contra
prácticamente todas las formas de explotación, opresión y
dominación. Aquí radica uno de los secretos de que el sindicalismo
sociopolítico se implantara con velocidad en la clase obrera y el
pueblo trabajador, logrando, además de ser mayoritario e ir al alza,
sobre todo que el marco autónomo de lucha de clases vasco fuera y
sea el más combativo y radicalizado de Europa, y a la vez el que más
represiones directas e indirectas, incluida la narco-represión, ha
sufrido y sufre. El avance del sindicalismo sociopolítico vasco en
toda Euskal Herria intenta ser frenado en balde por los sindicatos
nacionalistas franco-españoles.

La ley del desarrollo desigual y
combinado ayuda a comprender por qué en menos de un siglo cargado de
violencias y represiones, de 1890 a 1965-85, surgieran en un país
pequeño ocupado por grandes Estados y sin apenas industria moderna,
contradicciones tan inconciliables que impulsaran semejante nivel de
lucha nacional de clase. En ese 1985, sin embargo, ya era
irreversible la descomposición de una parte pequeña de ETA en su
deriva hacia la democracia-cristiana y la socialdemocracia, pasando
por el eurocomunismo, siguiendo los pasos de miembros de otras
escisiones anteriores, algunos de los cuales terminaron incluso en la
derecha española. La teoría de la violencia y del Estado estaba de
nuevo a debate. La pequeña corriente que se desintegró en el
sistema español había utilizado al Gramsci falseado por el
eurocomunismo para justificar su putrefacción, surgiendo escusas
ideológicas cercanas incluso a N. Bobbio, al austromarxismo, etc.,
en un clima de desplome teórico bajo la fascinación de la espuma
postmodernista que poco a poco contaminaba la casta intelectual y
académica vasca.

Gramsci, sobre todo el de los
consejos, siempre defendió y explicó la necesidad última de la
violencia revolucionaria, que debía culminar el proceso de conquista
de la hegemonía por la clase trabajadora como diseñadora de la
nación-popular, contraria a la nación burguesa. Es lógico que
hubiera diferencias entre la hegemonía gramsciana tal cual pudo
exponerla en la cárcel, con la leninista, y con la visión
luxemburguista, sin entrar ahora a las concordancias-disonancias
entre él y Trotsky, y menos aún con el consejismo de Pannekoek,
Gorter y otros. No podemos desarrollar aquí siquiera lo esencial del
excelente rigor teórico y belleza metodológica mantenida en estos
debates que impactaron en el devenir de ETA como proceso. Pensemos
además que la izquierda vasca se formó, como hemos visto arriba,
estudiando también las interpretaciones que de estos y otros autores
se hacían en los ’50 y ’60.

Sí debemos decir que aquellas
discusiones sirvieron para descubrir la trampa escondida en la
creación en 1982 de una falsa «policía vasca» –Ertzaintza–
que en realidad es una fuerza represiva española fiel al capital en
su forma vascongada. La ley del valor no funcionaría con la
suficiente efectividad sin la mejora represiva introducida por los
cipayos vascongados. La lucha de clases del pueblo trabajador reduce
la tasa de ganancia del capital en su conjunto, tanto en la forma
española como vascongada. Hay que reprimir las resistencias obreras
sobre todo si refuerzan en independentismo socialista. Por eso el
Estado se aseguró de que la Ertzaintza no se sublevase pasándose al
lado de su pueblo como lo hicieron los cipayos de la India en 1857,
que colaborasen fervientemente como la policía de Vichy, de
Quisling, de Vlásov o los mossos d’esquadra catalanes machacando a
su pueblo, por citar unos pocos casos. Durante un tercio de siglo, el
choque entre esta fuerza represiva y el pueblo trabajador han
generado un muy enriquecedor debate sobre la esencia reaccionaria de
la democracia vigente, sobre la teoría del Estado, etc., pero en los
últimos tiempos se esfuman estas y otras vitales discusiones.

Queremos decir con esto que las
victorias político-electorales de 1986-87 logradas por la parte muy
mayoritaria de la izquierda abertzale que rechazaba la integración
en el sistema, así como el resto de logros conseguidos en ese
período –la derrota de la nuclearización, o de la
narco-represión, por citar solo dos–, no pueden separarse, por un
lado, del trasfondo de lucha teórico-política de contenido
estratégico que se libraba a varias bandas dentro de la totalidad
del bloque de izquierda independentista enfrentado, entonces, al
capital. Y, por otro lado, tampoco pueden separarse estos logros de
las tácticas interrelacionadas sujetas a la teoría de la violencia
defensiva, cuya aplicación y prioridad variaban según las
coyunturas. Aunque una porción de las militancias de las
organizaciones abertzales no tuviera la formación suficiente para
seguir minuciosamente esas discusiones, el clima intelectual
dominante en ese amplio sector se movía en dicho universo. La
implosión de la URSS afectó a una parte reducida, pero con alguna
responsabilidad política lo que unido a otros factores que hemos
desarrollado en otros textos, termino siendo un desencadenante del
progresivo abandono de la teoría marxista.

La creencia en la transición
pacífica a un mundo justo viene de muy antiguo tomando su expresión
reaccionaria en Platón y san Agustín, y en su forma
protocapitalista en las utopías desde el siglo XVI. Socialistas
utópicos creyeron que se podía convencer a los bancos y grandes
capitalistas para que impulsaran ese mundo justo. El matiz añadido
por Bernstein y la socialdemocracia, por Jaurés, etc., consistía en
que ese convencimiento del capital podía ser más rápido y sincero
gracias a las mayorías parlamentarias. Millerand, que fue ministro
en varias carteras de gobiernos franceses, incluida la de la guerra,
desde finales del siglo XIX hasta llegar a la presidencia de la
República en 1920-24, tenía fe de carbonero en el milagro de la
instauración del socialismo mediante la paz parlamentaria, como si
se abrieran los cielos y descendiera el espíritu santo.

En este sentido el Stalin de la
conversación con Tito retrocedió a la utopía socialdemócrata y la
amplió al sostener que hasta la Corona inglesa podría aceptar el
socialismo sin una revolución, mediante la democracia burguesa.
Tanto el XX Congreso del PCUS como la «reconciliación nacional»
del PCE seguían esta línea y preparaban el advenimiento del
pacifismo eurocomunista que, con las declaraciones del «ministro
comunista» del actual Gobierno español, también ha retrocedido más
allá de Stalin, a la época de Millerand al aceptar la continuidad
de las bases yanquis y el polígono de tiro en Euskal Herria. También
el «soberanismo transformador», tal cual llaman ahora al antiguo
independentismo socialista, ha retrocedido del pensamiento marxista a
la creencia y a la fe en el parlamentarismo burgués. Visto esto, en
lo relacionado con la libertad, la Historia parece un cangrejo.

Parece un cangrejo, pero no lo es
porque, en contra de lo aparente, la lucha de contrarios, que son el
motor de la Historia, siempre genera realidades nuevas. Los
pacifismos están presentes en las ideologías reformistas porque son
funcionales al poder opresor, que se beneficia de su credulidad, pero
son reactivados en determinadas situaciones caracterizadas por la
sensación de fracaso, de estancamiento, de contraofensiva de la
opresión, de pesimismo, de miedo ante la ferocidad represiva, etc.
En estos momentos, sectores que no quieren reconocer que han
abandonado el combate, giran a las modas pacifistas de turno creadas
por las clases dominantes que prefieren mantener una imagen de
tolerancia y hasta apertura a las demandas populares siempre que se
expresen dentro de la «paz» del poder. La insurgencia auto
derrotada no estudia el por qué se ha llegado a esa situación según
la dialéctica de la lucha de contrarios, sino que se resigna a la
oportunidad que le ofrece el poder justificándolo en base a la
ideología del pragmatismo consensuado entre contrarios, es decir,
rechaza la dialéctica y abraza la dialógica.

Cada pacifismo tiene el contexto
ideológico que lo envuelve: el hinduismo, un conjunto de creencias
politeístas extremadamente reaccionario, fue la base filosófica de
Tolstoi, Gandhi y otros. Los socialistas utópicos se basaban en un
sincretismo entre amor cristiano y moral natural que buscaba el bien
abstracto. Bernstein, Jaurés y otros socialdemócratas en un
mecanicismo determinista según el cual el peso del voto más los
cambios capitalistas eran ascensor directo al cielo socialista.
Millerand y su escuela, llevaban esta creencia al interior del
imperialismo francés y de su ejército asesino, convencidos de que
podía reformarse desde dentro. El Stalin de la conversación con
Tito, el XX Congreso del PCUS, la «reconciliación nacional» del
PCE y el eurocomunismo coincidían en la creencia de que el
capitalismo había entrado en una nueva fase en la que aglutinando un
«bloque histórico» se llegaría pacíficamente al socialismo. El
PCE definía a las fuerzas represivas como «trabajadores del orden».
La ideología de Unidas-Podemos es una mezcolanza, una sopa
ecléctica de lo anterior más muchas dosis laclausianas, todo ello
bajo la supervisión de un alto militar en su núcleo burocrático. Y
el reciente «soberanismo transformador», otro tanto. Por último,
el postmodernismo, con su negación de la posibilidad de conocer e
intervenir en la lucha de contrarios, refuerza estas creencias
irracionales.

El agravamiento de la fase actual
de la tercera Gran Depresión por la crisis sociosanitaria está
elevando el malestar obrero y popular y mostrando sin tapujos la
esencia capitalista de la Ertzaintza, como no podía ser de otro
modo. La burguesía vascongada, con el permiso de la española,
quiere aumentar sus fuerzas de violencia, mientras que por el lado
contrario se intensifican las denuncias de sus violencias. En estas
condiciones se refuerza la tendencia histórica de todo reformismo de
«democratizar» esta fuerza represiva sin plantear públicamente su
disolución. Ahora bien, ni su reforma ni su disolución pueden
hacerse sin atacar a la vez al Estado español y al capital. El
primero puede desmantelar la Ertzaintza sin grandes problemas porque
la burguesía vascongada aceptará, tras unas quejas, el aumento de
las fuerzas españolas que siguen en el país; pero el capital nunca
aceptará que desaparezcan sus brazos armados porque es un peligro
mortal para él mismo. Huir de la cuestión esencial, el poder del
Estado, repitiendo ensoñaciones sobre una «policía democrática»
es frenar la concienciación de las clases y naciones explotadas, no
prepararles para situaciones duras que llegarán inevitablemente si
sigue avanzando la lucha por la libertad.

Mientras ese futuro llega, hay
que reducir al máximo el poder represivo, debilitarlo en extremo en
la medida de lo posible, haciendo una intensa campaña por un sistema
civil de seguridad pública, abierta y transparente al control
popular, con cargos elegibles y revocables por ese control. Pero
estas demandas verdaderamente democráticas –no en el sentido
burgués– van insertas en un debate radical sobre lo que se
denomina «justicia», «ley», «derecho», «propiedad», etc., que
no es otra cosa que la violencia del capital plasmada en un papel.
Una izquierda que sea tal debe popularizar por todos los medios esta
lucha teórica de concepciones antagónicas: la de la nación
trabajadora oprimida contra la del capital.

Debe ser así porque, de la misma
forma en la que la ley del valor actúa al margen de la conciencia de
las personas alienadas e ignorantes, determinando su existencia desde
fuera de ellas, también lo hace la ley de la contradicción
–inseparable de la ley del valor–, de modo que, tarde o temprano,
tiende a crecer la movilización popular obligando a la burguesía a
azuzar a sus fieras contra el pueblo; y según evolucionen las
contradicciones, puede que empiece a oírse el ulular del fantasma
del comunismo y de la independencia socialista en las naciones
oprimidas, desatando definitivamente la ferocidad del capital. La
teoría del Estado y de la violencia reaparece entonces como la única
capaz de alumbrar el avance a la libertad al llenar de conciencia
crítica el sentimiento de «vergüenza nacional» de los pueblos
explotados, facilitando que su fuerza subjetiva vuelva a
transformarse en ese león dispuesto a saltar contra su opresor,
romper sus cadenas y salir a la libertad.

El libro de Lorenzo Espinosa
ejemplariza perfectamente esta lógica de la Historia impulsada desde
su interior por los gudaris vascos.

EUSKAL HERRIA, 18 de abril de
2021

Se puede comprar el libro aquí.

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