El término ucronía —del griego u cronos: sin tiempo— fue creado por el filósofo francés Charles Renouvier, quien lo popularizó en su libro Ucronía: La utopía en la historia (1876), donde sostiene: «Así como utopía es lo que no existe en ningún lugar, ucronía es lo que no existe en ningún tiempo […] es la utopía en el tiempo».[1] Al escuchar a muchos apologetas del modelo socialista aplicado en Cuba pareciera que pretenden sustituir la utopía de la Revolución por su propia e interesada ucronía.
En
este caso, la ucronía consiste en tratar de detener la evolución
histórica de la nación en el tiempo, mediante la argucia de presentar la
realidad como un supuesto «estado permanente de felicidad compartida».
La burocracia empoderada utiliza con ese fin las reales y/o fingidas
amenazas a la soberanía nacional y las conquistas de la Revolución
como pretextos para inmovilizar y amordazar a la sociedad, prohibir
cualquier disenso o protesta, y blindar sus privilegios conquistados.
Ucronía
no es un concepto político, sino literario; un subgénero de la ciencia
ficción contemporánea del que existen numerosos estudios teóricos
cargados de valiosas herramientas metodológicas que pueden ser aplicadas
al análisis de la situación insular. Una de ellas es el llamado «Punto Jumbar»,
según el cual, para que exista una ucronía se requiere de un hecho que
provoque un cambio en los acontecimientos históricos lo suficientemente
importante que, de haber sucedido de forma diferente, la historia
seguiría otro curso.
Un
«Punto Jumbar» de la Revolución Cubana fue la implosión del campo
socialista y su repercusión inmediata, el «Período Especial». Dicha
crisis desplegó un conjunto de posibilidades de solución que iban desde
la repetición de lo acontecido en Europa (el tránsito brusco hacia un
capitalismo salvaje), pasando por la adopción de una variante de
socialismo de mercado similar a la asiática, intentar la de un
socialismo nacional, verdaderamente democrático y participativo; hasta
la persistencia, indomable y solitaria, del modelo establecido.
La
decisión de asumir esta última opción, no estuvo exenta en su momento
de análisis y adecuaciones. El congreso de 1991 fue precedido por un
vasto análisis popular del «Llamamiento al IV Congreso» y trajo consigo
transformaciones en la vida del país: definición del PCC como
«vanguardia de todo el pueblo»; entrada de religiosos al partido; Estado
laico, no ateo; Consejos de administración como órganos de gobierno
municipales y provinciales; elección directa y secreta de delegados
provinciales y diputados, y nueva Ley de la inversión extranjera. Nada
de lo anterior incidía decisivamente en la superación del modelo.
La aprobación de la injerencista Ley Torricelli
(1992), empeoró la crítica situación y llevó al surgimiento del
Ministerio de Finanzas y Precios, encabezado por José Luis Rodríguez,
adalid del enfrentamiento a la crisis. Los desórdenes del Maleconazo y el éxodo masivo de balseros (1994) aceleraron los cambios.
Entre
las medidas de corte estructural adoptadas en la etapa pueden
mencionarse: apertura a la inversión extranjera, reintroducción de los
mercados campesinos, libre circulación del dólar, apertura del mercado
de productos industriales, descentralización del comercio exterior,
creación de Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC) en tierras
ociosas de las ineficientes granjas estatales, y la aplicación del
Sistema de Perfeccionamiento Empresarial de las FAR a otras empresas.
En
1995 ocurrirían dos acontecimientos cardinales: la llegada al poder del
joven Carlos Lage, que actuaría como primer ministro en funciones, y la
constitución del holding militar Grupo de Administración Empresarial
S.A. (GAESA), dirigido por el general Luis Alberto Rodríguez
López-Callejas. Al año siguiente, la aprobación de la Ley Helms–Burton
agudizó aún más el bloqueo económico; no obstante, a fines del mismo se
anunció que la crisis tocaba fondo y se iniciaba la ansiada
recuperación.
El
V Congreso del PCC (1997) hizo renacer el optimismo respecto a la
posible solución de los problemas a partir de soluciones endógenas, con
la promesa de una mayor incorporación del pueblo al debate de los
asuntos de interés público y la aplicación de medidas prácticas a partir
de la búsqueda colectiva de soluciones. Fue el canto del cisne de la
utopía socialista cubana.
A
partir de 1998 inicia un segundo «Punto Jumbar» de la Revolución, que
conducirá a su conversión en una ucronía. La confianza en una incipiente
recuperación, reforzada con la llegada de Chávez al gobierno de
Venezuela (febrero 1999), la noble lucha por el regreso del niño Elián y
el inicio de la Batalla de Ideas; se acompañó de una contumaz involución de las reformas al modelo.
Las
asociaciones mixtas fueron reducidas y eliminados los negocios
inmobiliarios extranjeros; se redujo el número de empresas autorizadas a
realizar operaciones directas de comercio exterior, se revivió la
animosidad hacia el trabajo privado y se decidió centralmente
desmantelar la mayor parte de la industria azucarera y venderla como
chatarra.
Desde
entonces han proliferado determinaciones encaminadas a preservar el
viejo modelo estatizado, mediante el expediente de cambiar algo para que
lo fundamental siga igual. Así, el dólar estadounidense se sustituyó
por una Cuban currency (CUC), se centralizaron los mecanismos
de asignación y utilización de divisas, y se modificó la metodología de
determinación del PIB —que disparó su monto sin que se apreciara un
incremento real del consumo—lo cual originó una suspicacia internacional
respecto a las estadísticas oficiales cubanas.
En 2008, cuando Raúl asumió la dirección del gobierno,
planteó la necesidad de «encontrar los mecanismos y vías que permitan
eliminar cualquier traba al desarrollo de las fuerzas productivas».
Encaminado a ese propósito, introdujo reformas en la agricultura, pero
ninguna otorgó independencia a los productores respecto al plan, ni
eliminó el monopolio estatal de la comercialización.
Al
año siguiente aconteció la mayor remoción sincronizada de puestos
claves del Gobierno en la historia de la Revolución. Fue separada de sus
cargos toda la nueva generación de dirigentes entrenados por Fidel. El
titular de Turismo, Manuel Marrero —actual primer ministro—, fue el
único que conservó su cargo. Los puestos principales serían ocupados por
militares en activo o retirados, mientras, el poder de GAESA sobre
sectores claves de la economía se fortalecía cada vez más rápidamente.
En 2011, a catorce años del anterior, fue celebrado el VI Congreso del Partido. En él se aprobaron los «Lineamientos de la Política Económica y Social»,
hoja de ruta para reformar el socialismo cubano. Desde aquel momento se
ralentizaron los cambios, y el VII Congreso (2016) solo sirvió para
aprobar nuevos documentos: la «Conceptualización del modelo económico y social cubano» y el «Plan estratégico de desarrollo hasta 2030». De la consigna «Sin prisas, pero sin pausas» se imponía la primera parte.
Desde
el «Punto Jumbar» de 1998, el inmovilismo disfrazado de reformas se ha
impuesto como tendencia. Por su causa, se perdió la posibilidad de
aprovechar el lapsus favorable para Cuba de la llamada «década ganada»
del progresismo latinoamericano (2006-2016), el auge del precio de las materias primas y el deshielo con la administración Obama.
Se ha llegado a un período en que únicamente la aplicación de una reforma profunda al obsoleto modelo estatizado, que lo torne democrático y participativo, podría salvar a lo que fuera la utopía cubana de convertirse en una ucronía inmovilista y anacrónica, que es lo que hoy prima.
Nota:
[1] Javier de la Torre Rodríguez: «En busca de la ucronía perdida», Korad, no 8, enero-marzo, 2012, pp. 4-8.