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Agradezco a Aleardo Laría (https://ctxt.es/es/20220401/Firmas/39381/aleardo-laria-guerra-ucrania-rusia-alba-rico-neorrealismo.htm) y a Joan Pedro-Carañana (https://ctxt.es/es/20220401/Firmas/39429/joan-pedro-cara%C3%B1ana-ucrania-rusia-alba-rico-izquierda.htm) el sosiego dialogante de sus críticas a mi artículo sobre Ucrania y la izquierda. (https://correspondenciadeprensa.com/?p=25460) No voy a entrar en el detalle de sus observaciones, algunas de valor y otras menos. Me limitaré a aceptar dos de sus objeciones, a enumerar algunos principios y a plantear algunos dilemas.

Empiezo
por aquello en lo que sin duda tienen razón. Tanto Laría como Carañana
reprochan a mi texto una tendencia a la “simplificación”. Es verdad. No
puedo negarlo. En artículos anteriores había desplegado yo algunas dudas
minuciosas y algunas aporías desconcertantes para todos; pero en el que
nos concierne ahora, dirigido contra la izquierda de la que formo
parte, mi propósito declarado era justamente el de simplificar.
Simplificar en dos direcciones: contra una simplicidad de signo opuesto
(la de los prorrusos sin ambages) y contra una complejidad cegadora (la
de los contextualizadores enclaustrados en el contexto). Frente a los
primeros, a los que llamaba “estalibanes”, insistía en defender la
legalidad internacional, como hicimos en Irak, y en abandonar dobles
raseros tácticos propios de la Guerra Fría. Frente a los segundos, más
sutiles y casi siempre honestamente preocupados por la situación,
invitaba a no disolver el presente (el de la agresión rusa y el
sufrimiento ucraniano) en un historicismo claustrofóbico, cuya
minuciosidad mecánica –y a menudo arbitraria– contribuye a emborronar la
diferencia entre una presión geopolítica y una agresión militar o, si
se quiere, entre Versalles y Hitler. Este exceso de “contexto”, sugería,
entraña desafortunadas consecuencias políticas en la medida en que
induce, de alguna manera, dos percepciones engañosas: la de que la
responsabilidad de la guerra es compartida y la de que no se trata tanto
de una invasión como de un conflicto por delegación entre la OTAN y
Rusia. Simplificaba, en definitiva, para afirmar, al mismo tiempo, la
responsabilidad de Rusia y la existencia de Ucrania, cuestionadas por
Putin pero debilitadas asimismo por los que se limitan a considerar a
los ucranianos meros peones pasivos o meras víctimas colaterales de la
realpolitik, cuando no de la OTAN y de los EE.UU. Simplificaba
premeditadamente a la manera en que lo hace, por ejemplo, el Derecho:
contra los que consideran que esto es un partido de fútbol entre
“nosotros” y “ellos” y contra los que difuminan las responsabilidades en
marcos tan complejos o tan abstractos (declaraciones de vicesecretarios
de Estado del año 1967 o crisis global de recursos energéticos) que
borran el presente y cierran toda salida al futuro. Mi simplificación se
llamaba, de hecho, Derecho, un invento humano del que la izquierda a
menudo ha desconfiado, como instrumental o hipócrita, ignorando que,
incluso incumplido o malversado, ha materializado algunas frágiles
victorias de los más débiles contra la barbarie e introducido en el
mundo, como recuerda el gran jurista y narrador Philip Sands, “cambios
en la conciencia humana”, “imaginación” y “esperanza”. (https://www.jotdown.es/2022/03/philippe-sands/)

Es
verdad –y aquí también tiene razón Carañana– que mi texto, con pocas
referencias de autor, parece difuminar la línea entre los dos grupos
mencionados. Pido disculpas si no me tomé el trabajo de marcar con trazo
rojo una diferencia que la mayor parte de los lectores han captado sin
dificultad, del mismo modo que han identificado, también sin dificultad,
a ese sector de la izquierda, evocado en el artículo, que es todo lo
contrario –por desgracia– de un “muñeco de paja”. Como sabemos, hay un
nutrido racimo estalibán, más allá de los grupúsculos rojipardos, dentro
del PC, de IU y de UP, y muchos más en gobiernos y partidos de América
Latina; y hay multitud de contextualizadores suspicaces que, en nombre
de Chomsky (¡y de la paz!), dictan de alguna manera el pensamiento
mainstream de la izquierda. En cuanto a nuestro admirado lingüista y
disidente, creo que es muy capaz de escuchar una crítica como la que le
dirige Yassin al-Haj Saleh y de modificar a partir de ella su posición.
Esa crítica presupone, en efecto, el innegable compromiso de Chomsky con
la verdad, compromiso que constituye en sí mismo una invitación a no
dejarse intimidar por su autoridad intelectual; lo criticamos porque lo
sabemos tolerante y receptivo, porque no solo valoramos su influencia
planetaria sino que admiramos también su rigor, honestidad y
sensibilidad. Obviamente ni a al-Haj Saleh ni a mí se nos ocurriría
jamás incluir a Chomsky entre los “estalibanes”, a los que se ha
enfrentado durante toda su vida; pero sí le concierne, a mi juicio, el
reproche bien razonado que le dirige el intelectual sirio. Carañana, que
a veces parece estar contestándole más a él que a mí, ignora, sin
embargo, el alcance y tenor de sus argumentos, limitándose a llamar la
atención sobre una menudencia un poco torcida. Al-Haj Saleh no ha
tildado nunca a Chomsky de “anti-estadounidense”; más bien, al
contrario, lo considera “demasiado” estadounidense. Todos los
imperialismos, porque son injustos e inhumanos, producen sus disidentes y
ningún imperialismo ha producido uno tan valiente y lúcido como
Chomsky. Pero Chomsky es también, si se quiere, igual que todos, un
producto del imperialismo estadounidense, como Bartolomé de Las Casas
–por ejemplo– fue un producto del imperio castellano. De Las Casas tuvo
sus ángulos ciegos, como los tiene Chomsky. De Las Casas juzgaba el
mundo nuevo desde la Castilla cristiano-vieja, con sus prejuicios de
sangre pura; Chomsky, dice con razón al-Haj Saleh, juzga el resto del
mundo desde los EE.UU., lo que le lleva a veces –y así ocurrió con
Siria– a considerar marginales o negociables las voces locales que,
equivocadas o no, reivindican la autonomía de las luchas y el derecho
equivalente de todos los sujetos políticos a defender la democracia en
cualquier lugar del mundo, y ello con independencia de su inscripción en
el tablero de la realpolitik global.

Si
creemos que esos sujetos están equivocados, nuestro deber es dirigirnos
a ellos para convencerlos de que no tienen razón. La cuestión va más
allá del intelectual estadounidense. Porque es ese un ángulo ciego, me
temo, que compartimos todos. Me refiero al hecho de que los debates de
estos días –como éste que nos traemos entre manos– se desarrollan “entre
nosotros”, en el ecosistema de la izquierda occidental. Que al-Haj
Saleh critique a Chomsky ofende a Carañana, nos ofende un poco a todos,
porque Saleh nos habla desde fuera y se atreve a censurar a nuestro
tótem; a duras penas, por lo demás, encontramos estos días en los medios
progresistas artículos, manifiestos o declaraciones de las izquierdas
ucraniana y rusa, cuyos puntos de vista deberíamos buscar, al contrario,
con denuedo e interés. El viejo internacionalismo de la Guerra Fría
acababa imponiendo en las provincias las estrategias del komintern; hoy,
muerto el internacionalismo, ni siquiera escuchamos las voces de
nuestros pares sobre el terreno. Los que creemos que también las
víctimas tienen sus ángulos ciegos deberíamos buscarlas e interpelarlas y
no necesariamente para –invirtiendo la vieja lógica colonial– acatar
sin resistencia sus análisis y demandas sino para, además de
solidarizarnos con ellas, discutir juntos una estrategia de salida común
a la crisis. No hacemos ni una cosa ni la otra; ni somos políticamente
solidarios ni somos intelectualmente internacionalistas. Nos damos
lecciones entre nosotros, como dice Carañana, sin salir de nuestro
caparazón etnocéntrico (o levocéntrico), oscilando entre la denuncia
ostentosa y la sospecha autocomplaciente. Somos demasiado desconfiados
para la solidaridad; somos demasiado sabios para el internacionalismo. Y
se las entregamos –la solidaridad y el internacionalismo– a la UE y a
la OTAN, lo que tiene la ventaja inestimable de que acaban dándonos la
razón sobre el carácter intervencionista de nuestras malvadas
instituciones occidentales.

Como
quiera, en todo caso, que mis últimos textos parecen prestarse a
equívoco, me importa aclarar brevemente mi posición, en la medida en que
yo mismo pueda hacer luz dentro de mi cabeza. Lo intentaré mediante la
exposición de dos principios –lo simple– y tres dilemas –lo complejo.

El
primer principio es el de la responsabilidad. ¿Esta guerra era
evitable? Sí, lo era. Rusia, en efecto, podía haberla evitado. La OTAN,
es verdad, podía haber evitado la ampliación hacia el este; Ucrania
podía haber evitado pedir una incorporación a la Alianza que nunca le
concedieron; los EE.UU. podían haber evitado tirar de las orejas al oso
imperial ruso; la UE podía haber evitado las divisiones internas y las
dependencias energéticas; y los votantes europeos podían evitar, en
general, votar contra sus intereses. Pero la guerra sólo la podía evitar
Rusia, que es quien la desencadenó.

El
segundo principio tiene que ver con el legítimo derecho a la defensa
del pueblo ucraniano y, por tanto, con el pacifismo. Lo decía de manera
sucinta el tuit reciente de una mujer ucraniana: “Si Rusia deja de
luchar ya no hay guerra; si Ucrania deja de luchar ya no hay Ucrania”.
El pacifismo es un medio de lucha, no una inhibición equidistante o un
expediente de capitulación. Hay que apoyar la resistencia pacífica en
las ciudades ya ocupadas de Ucrania; hay que apoyar el pacifismo
arriesgado de la izquierda rusa; hay que apoyar el pacifismo activo del
papa Francisco –siempre silenciado– porque, pese a su fracaso con el
patriarca Kirill, es el único que tiene la autoridad para mediar sin
alineamientos previos. Pero hay que apoyar también, mientras no decidan
rendirse, la resistencia armada de los ucranianos, víctimas de una
invasión militar.

A partir de aquí todo son dilemas.

El
primero tiene que ver con una evidencia que todos compartimos. Cuanto
más dure la guerra, más armas se entreguen a los ucranianos y más
belicistas se muestren los europeos, más posibilidades hay de que el
conflicto bélico se extienda al resto de Europa y desemboque en una
confrontación nuclear. Es un hecho. Pero hay otro adherido a él. Porque
la paradoja es que, al mismo tiempo, solo si los ucranianos resisten los
rusos accederán a negociar. Este es un principio elemental de
realpolitik que me asombra ignoren precisamente los que siempre han
insistido en que “las relaciones internacionales se rigen por la fuerza,
no por el derecho”, esos mismos que ahora, de pronto, quieren dejar
indefensos a los ucranianos en nombre de la paz mundial. ¿Para qué va a
negociar Rusia si puede vencer? Solo las negociaciones pueden poner fin a
la guerra, sí, pero las negociaciones mismas, a su vez, solo pueden ser
el resultado de nuevas relaciones de fuerza establecidas en el
escenario bélico. No se puede seguir luchando y no se puede dejar de
luchar. Esa es la maldición de las guerras de conquista y por eso el
delito mayor es desencadenar una. Los que sí creemos en el Derecho, nos
resignamos a aceptar que, en determinadas condiciones, el Derecho solo
se puede imponer, restablecer o revisar impidiendo militarmente la
victoria del agresor militar: siempre y cuando, claro, los ucranianos –a
los que no se puede obligar ni a luchar ni a rendirse– así lo decidan.
Es normal, por otra parte, que los ucranianos cierren filas en torno a
su gobierno y que reclamen el aumento de una ayuda militar que nosotros,
en cambio, juzgamos excesiva o peligrosa. La ventaja de los que no
estamos obligados a ser ni pacifistas ni soldados es esta: podemos dar
la razón a los ucranianos sin hacernos ilusiones sobre Zelensky o sobre
los que, en su propio interés y casi siempre de manera irresponsable, le
prestan ayuda desde fuera. Deberíamos utilizar esa ventaja para
alertar, como hacemos, sobre el peligro de la escalada armamentística
(¿cuántas armas? ¿cuáles? ¿a dónde?) pero también para disputar el
monopolio de la solidaridad a nuestros gobiernos. Los palestinos y los
saharauis se sienten abandonados por los Estados y acompañados por las
izquierdas; a los ucranianos les ocurre exactamente lo contrario. En
cuanto a los sirios, los abandonaron todos.

El
segundo dilema, prolongación del anterior, es aún más inquietante.
Porque si los rusos llegan de pronto a la conclusión de que no pueden
ganar esta guerra, reputada una “cuestión existencial” (una especie de
lebensraum putinesco), existe el riesgo no desdeñable de que Rusia, en
lugar de ceder, acabe recurriendo al armamento nuclear. Una Rusia fuerte
es peligrosa para Ucrania; una Rusia débil es peligrosa para el mundo.
Otro motivo, se dirá con razón, para negociar. Sin duda. Ahora bien,
este es el tercer dilema concomitante: ¿para negociar quién? ¿Para
negociar qué? ¿Qué quiere Rusia? Nos tomamos muy en serio –y hacemos
bien– viejas declaraciones de Albright, Brzezinski o Kaplan, pero no
hacemos lo mismo con las de Putin, Lavrov, Medvédev o Karaganov. No solo
no escuchamos a las izquierdas locales, ucraniana y rusa, sino que,
contra todas las evidencias, atribuimos a Rusia una racionalidad
geopolítica que su declarado proyecto ideológico-imperial desmiente. No
hay ningún motivo fundado para pensar que Rusia se conformaría con la
neutralidad de Ucrania y un estatuto de autonomía para el Donbass. La
idea de que habrá que ofrecer a Rusia una salida para evitar males
mayores es sin duda realista y sensata; la idea de que Rusia está
pidiendo o deseando esa salida –que la UE y la OTAN le negarían– no se
corresponde, me parece, con la realidad. Al menos de momento. Lo malo es
que la prolongación del “momento”, responsabilidad rusa, mérito de la
resistencia ucraniana, renueva sin parar todos los dilemas y agrava sin
solución todos los peligros.

Habida cuenta de estos principios y estos dilemas, ¿cuáles son nuestras propuestas?

Faltos
de recursos y de imaginación, creemos suficiente repetir la palabra
“paz” tantas veces como sea necesario para que pierda todo significado.
Lo pierde, entre otras razones, porque los que la pronuncian con solemne
unción moral no la dirigen contra el belicismo activo de Rusia sino
contra el presunto ardor guerrero y el ansia de victoria de los
ucranianos, a los que estas voces imaginan ya tomando y destruyendo
Moscú con ayuda de la OTAN. No sé cuántos generales o políticos en
Washington estarán soñando esa escena; seguramente algunos; pero sí sé
que es necesario inventarla y anticiparla para dar sentido al pacifismo
suntuario de los que no estamos en guerra. Solo se puede ser pacifista
en Madrid si se considera que España es causante o cómplice de la
guerra; y solo se puede solicitar que las instituciones internacionales
se hagan cargo de los daños causados por Rusia –como proponía un
reciente manifiesto– si se considera que Rusia es, de alguna manera,
inocente de la destrucción “natural” de Ucrania. Puede que mi fantasía
haya excogitado un “muñeco de paja”, pero son muchos los articulistas de
izquierdas que, con la mejor intención del mundo, acostumbrados a
pensar contra los EE.UU. y la OTAN, están defendiendo estos días un
pacifismo vacío que, sin querer, invierte los papeles: como la OTAN no
está interesada en la democracia –lo que nadie puede negar– es que la
OTAN está atacando Rusia; como los ucranianos desean la victoria en una
guerra que se les ha impuesto, son los ucranianos los que están
invadiendo Moscú. No es un muñeco de paja: es –dice un amigo– el
pasadocentrismo de tantos y tantos que no son capaces de concebir ni su
militancia ni su prestigio sin la centralidad de los viejos enemigos y
sin la soledad heroica de las viejas izquierdas derrotadas.

Reconozcamos
que la izquierda española, incapaz de movilizar a los ciudadanos, puede
hacer muy poco. Puede hacer apenas dos o tres cosas. Una, no utilizar
de manera partidista la guerra en Ucrania para dirimir luchas internas
destructivas. Otra, situarse públicamente al lado de los ucranianos y de
la mayoría social que los apoya, de manera que nadie pueda obtener
ninguna ventaja política de nuestra ambigüedad o nuestro elitismo. Otra,
dar visibilidad a las izquierdas ucraniana y rusa que, por distintas
vías y con distintos recursos, se oponen a la invasión de Ucrania; lo
que incluye, sin duda, esa resistencia no violenta a la que se refería
Gerardo Pisarello en un reciente artículo. Otra –en fin– deliberar sobre
el papel de Europa en un contexto complejo de guerra en el que,
desunida y desnortada, pero más necesaria que nunca, tiene que compartir
el mundo con un imperio fallido (Rusia), un imperio en decadencia
(EE.UU.) y un imperio en ciernes (China), tres potencias peligrosas con
las que habrá que llegar a acuerdos sin renunciar a los propios valores.
Y todo ello, ay, en medio de una sociedad global que, de alguna manera,
da por perdidos o por inútiles el Derecho y la democracia –y busca
apenas un mechinal con techo, a cubierto de la lluvia, en las angosturas
de la realpolitik.

Santiago Alba Rico, es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son «Ser o no ser (un cuerpo)» y «España».

Fuente: https://ctxt.es/es/20220401/Firmas/39453/Santiago-Alba-Rico-respuesta-dialogo-paz-Ucrania-Rusia-invasion-guerra.htm