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Si un pájaro supiera explicar lo que canta, por qué lo canta y cómo lo canta, dejaría de cantar. PAUL VALÉRY

Foto: Archivo personal de LCMS

El
ensayo que ahora va desde mi columna La Fábrica de Sueños tiene que ver con un
libro hecho por Luis Santiago Jaramillo, Daniel Bustamante y Alejandro Montoya,
que recibí de manos de mi hijo Santiago en 2017: Viaje a Balandú. (1) A
partir de entonces había querido dedicarle un texto que retribuyera en parte el
esfuerzo hecho por sus tres amigos/colegas de la UPB, en torno a lo que ahora
la crítica llama ‘genética literaria’. La que aquí, siento, se cumple a
cabalidad o en muy buena parte con los dos primeros en la escritura, el tercero
en la ilustración y Santiago en la difusión. El libro arranca, aparte de unos
textos de Manuel Mejía Vallejo, con una dedicatoria que en sí atesora el
Ubuntu: “A todos los que caminaron con nosotros”. Los que se perdieron en la
montaña y se encontraron en la ciudad. Los que fueron y volvieron. Los que
quisieron volar y al cabo tuvieron que aterrizar. Como lo sintetizan el inicio
y el fin de La tierra éramos nosotros, la primera novela de Manuel Mejía
V.: “Hoy siento nostalgia de lo que pudo haber sido”. […] “Volveré a mi medio
porque soy un campesino. […] No podemos ser prófugos de la tierra que nos vio
nacer”. (1961: 18) (2)  

Sin
duda, de principio a fin, se trata de construir un relato sobre el escritor a
partir del relato común, de la búsqueda y del hallazgo, feliz o infeliz ¡qué
importa!, entre todos los que caminan y los que finalmente llegan después del
viaje que emprende el soñador, del sueño que anima toda obra humana, del camino
que solo se hace al andar: porque no hay más camino, dijo don Antonio, el
‘bueno’ de los Machado. Un libro que se hizo con base en otro libro, como lo
cuenta el capítulo Lo importante no es durar sino vivir intensamente (2016:
9 a 29), en el que dos jóvenes pasan rápido las páginas hasta acabarlo. Y se
describe, con sumo cuidado, la foto en que se ve a Manuel, con su camisa blanca,
los botones abrochados hasta el cuello y ‘sin corbata’. Porque, eso sí, fue un
escritor que nunca la tuvo, nunca aspiró a ella, nunca envidió a nadie. Quizás
por su libertad vocacional lo involucraron con Fidel como si fuera alguien ‘muy
socialista’, según relata Socorrito Santamaría en tal capítulo. (2016: 23)

La
misma foto que ilustra la portada y en la que el ilustrador, con muy buen tino,
pone al frente, caminando hacia él, con sus morrales llenos de ilusiones e
ideas, a los dos autores. Con un Mejía Vallejo imponente de cara al paisaje
también imponente de montañas y de nubes, con los ojos cerrados como quien
medita a fondo y entre sus manos el cigarrillo, uno que se antoja esta vez más
un pielroja que el que por hábito fumaba, Marlboro: no todo ha de ser
penetración cultural imperialista, dirían Ariel Dorfman y Armand Mattelart en Para
leer al pato Donald – Comunicación de masa
[s] y colonialismo (Siglo
XXI, 1972-2005). (3)

En
sept.1915, a sus 19 años, León de Greiff, comienza a pergeñar su periplo
poético en la Balada de mis ritos, la misma que al descubrir lo que
encontraron Jaramillo y Bustamante, en el rastreo de la genética literaria y
vital de Manuel Mejía, aplica hoy para éste. Los temas son comunes a ambos: el
cansancio, la desesperanza, la futilidad del saber, el desasosiego, el amor
como ‘deliciosa mentira’, la tristeza, la muerte: “No he llegado a veinte años
/ y ya todo me cansa. / Viviendo sin engaños / vivo sin esperanza… / Porque mis
ilusiones están muertas o heridas, / y en todas mis canciones / digo frases
ardidas / de sabio desconsuelo. / Porque sé que es mentira / el amor de la
amada; porque mi desventura / es muy fuerte, / y encontraré dulzura / no más
que con la muerte…” (4) Tal cual se relata en Viaje a Balandú,
cuando Manuel Mejía le responde a Darío Ruiz Gómez, al señalarle éste que, si
sigue bebiendo de esa manera, se va a morir: “Darío, es que yo estoy bebiendo
es pa’ morirme”. (2016: 18)

El
libro comienza, a partir de este punto, a mostrar las distintas facetas de
Manuel Mejía: desde el amigo de los amigos, todos viajeros; el hombre de poco
ron y mucha Coca-Cola y el que, por interpuesto licor, recibió un apodo
inmerecido: al ron Medellín Añejo que tomaba le pusieron ‘Ron Medellín Vallejo’
(5); el
recitador de poemas de Barba-Jacob, a quien admiraba “y le siguió la huella por
Centroamérica por cuatro o cinco años”; el ‘maníaco depresivo antioqueño’,
junto a Fernando González R. y al luego disidente de ambos, Darío Ruiz Gómez:
“Andábamos los tres de un lado a otro hasta que un día yo decidí que me tenía
que salir de todo eso. Comenzaban a llorar y a decir que la vida no valía nada”;
el de la vida bohemia/delirante llevado por una amistad sin fronteras, de charlas
de nunca acabar y un humor que retaba al tiempo: como cuando por el camino que
se fue su infancia, salió a buscarla y cayó en un lodazal; luego, cuenta La
Gitana, por orgulloso ‘entró de lado para que no le viéramos las manchas de
pantano’; también, el contador de historias, el invitado a congresos cosmopolitas,
el ganador de concursos, hasta que las noches de fiesta se volvieron
internacionales: “Manuel era un hombre que no dormía, vivió 75 años, pero en
verdad fueron 150, porque vivía de noche y de día”, relata su hermano Joaquín
Mejía V. (2016: 18 a 20)

Entre
el amor, las mujeres y la muerte

Igual,
el que tenía pretendientes en todos los lugares a los que llegaba: desde
Socorrito Santamaría, su primer amor, pasando por Dora Luz, su mujer, hasta
llegar a Dora Ramírez, su suegra: “Hasta yo estuve enamorada de él”, confiesa.
En cambio, Rosalía Peláez, la Gitana, dice que nunca estuvo enamorada de él y
da sus razones: “…enamorarse de Manuel Mejía Vallejo era como enamorarse del
viento, de una llama, de una nube que nunca se podría alcanzar”, lo que de paso
quizás alude a la condición solitaria del escritor, a su extravío existencial,
a su andar (in)consciente entre nubes, a su eterna ensoñación. Como queda en
evidencia cuando fue a Pereira y pasó por la casa de Socorrito. Al quedarse solos,
le propuso irse con sus tres hijos y ella le dijo que cómo se los iba a quitar
a ese papá tan bueno: Alfredo, quien había ido al hospital. Otro día pasó a
recoger unos zapatos, subió a buscarla, le dijo que bajara y, tras anunciarle
que iba para EEUU, la cogió, la abrazó, la tiró contra la pared… “y me dio un
beso en la boca como nunca […] me lo había dado”. Lo que tal vez lo hizo
posible/diferente fue que Socorrito ya tenía cuatro hijos… y Manuel seguía
entre nubes.   

Hasta La
llegada de la muerte
(2016: 27 a 29), que a Manuel Mejía le vino por
anticipado, en 1994, por un infarto que devino derrame cerebral y le impidió a
futuro pensar/hablar/decir hasta caer en estado vegetativo y quedar bajo el
cuidado de su hermana monja, Luz, quien desde entonces rigió los destinos de la
finca Ziruma, ‘el mejor lugar para él’, en El Retiro. La que compró tras muchas
peripecias y pese a la amenaza de espantos. No tenía la plata, eso sí, así que
le contó a Roxana, su madre, y ella le ripostó: “Sí la tienes. De esa plata que
mandabas de los premios en Centroamérica yo me gastaba la mitad y me guardaba
la otra mitad y esa es la plata que hay”. (2016: 27-28) El 23.jul.1998 vino la
muerte concreta, de quien siempre quiso seguir viviendo (“por las niñas”), como
le dijo a E. Peláez, quien al verlo postrado le soltó: “Yo puedo conseguir algo
pa’ acabar con esa sufridera”. En tal sentido, un día charlaba con su hermano
Joaquín y se paró, fue a la cocina, cogió un chicharrón y, al no encontrar la
boca, lo devolvió. Por una necesaria/justa vuelta de tuerca, una última
anécdota: cuando Manuel llamó a Socorrito y ella le espetó: “¿Cómo es que
llegás a Medellín y me llamás? — Es que a mí se me quedó algo. — ¿Qué? Los
zapatos […]. — No, te quedaste tú”.     

La
genética literaria no es otra cosa que lo que hay detrás de una obra: lo
interno y lo externo. Lo que, poco a poco, se va revelando del autor y las
historias que hay detrás de cada uno, lo familiar, los nexos interpersonales y
con el mundo exterior. La intertextualidad del autor en su escritura, la
relación con otros autores nacionales y universales. Y eso es lo que Jaramillo
y Bustamante intentan recuperar a través de su libro, delicadamente ilustrado
por Montoya, quien además fue fotógrafo durante el viaje y noblemente, no de
forma abyecta, se ‘enlodó’: infancia, juventud y adultez de Mejía Vallejo; su
formación en el campo y en la ciudad, en la vida personal y colectiva; sus
primeros amores, los no realizados, y sus amores postreros.

Lograr
algo no es una meta… hay que seguir

Como se
dice al comienzo en Perdidos en la montaña (2016: 31 a 50), en el
epígrafe de Manuel Mejía, Jaramillo y Bustamante fueron capaces de caminar
tanto, quizás porque las botas que los acompañaron estaban vacunadas contra el
cansancio, no tanto físico como mental, porque si primero se hubiera cansado la
cabeza el cuerpo jamás habría aguantado. Durante el viaje, fueron cometicas
recién nacidas que conocieron el cielo, así como el propio escritor quería ser
gallinazo para conocer el mundo, como escribió al reverso de una caja de
Marlboro. Y biógrafos y autor comprobaron, como se dice en el epígrafe del
capítulo Viaje a Balandú (2016: 75 a 88)lo que señala el propio
Manuel Mejía: “El camino para ese viaje no existe”. No, se construyó durante el
viaje y entre todos los que caminaron con sus autores y a los que se sumaron el
ilustrador y el mensajero. Éste, mi hijo Santiago, quien me dio la ocasión de
recibir, leer y ahora escribir sobre él, para dar cuenta de un trabajo hecho
con gran cuidado, esmero y sutileza en torno a la vida y obra del autor de La
casa de las dos palmas
.

A
propósito, cabe volver sobre Balandú, el pueblo godo, el ‘pueblo maldito’ y, no
obstante, también el lugar ‘donde nacen lo sueños’, donde se cree fue escrita
dicha obra (1988) a la sazón ganadora del Rómulo Gallegos. Un pueblo más
nocturno que diurno, más ‘de domingo que de semana’. El pueblo que, en últimas,
es como una metáfora del ex país Colombia y de la actual Fosa Común, cuyos
habitantes “tuvieron que vivir la violencia revestida en ocasiones como
violencia política o […] limpieza social” (2016: 83): — “Este pueblo es como
aquella ceiba vieja: le nacen hojas, envejecen y caen. Luego salen más, y
sigue, pero el tronco no cambia. Sí, padre, este pueblo es como aquella ceiba
vieja”, dice el ‘filósofo’ Valentín al cura en La tierra éramos nosotros
(1961: 12-270) lo que Jaramillo y Bustamante citan en cursiva y sin la fuente,
para luego referir su adiós: “la tuvieron que tumbar antes de que se cayera”; y
la ceiba nueva: “También envejece, se le caen las hojas y vuelven a nacer”.

Un
viaje detrás de la figura de Manuel Mejía y de su portentosa obra desde la
ópera-prima, sobre la que dijo: “Nosotros en realidad éramos el barro, la
arcilla que pisamos de niños con los caballos, con los bueyes, con las mulas,
con nuestros compañeros”. Idea detrás de la cual puede aceptarse que el hombre
es el paisaje o que este no existe sin aquel, viaje que termina siendo a la vez
el descubrimiento del camino y, claro, el encuentro con la verdad, sin el
lastre de la posverdad ni los prejuicios frente a su hallazgo o al menos de su
lícita búsqueda; con la belleza, sin tintes maniqueístas; y con la honradez
propia del ser humano ético que jamás pisa a nadie y respeta a todos: la del
que da crédito a sus sueños, construye su libertad, se sacrifica por una causa.
Para corroborarlo, un fragmento de la ‘Advertencia inútil’ que el propio Manuel
Mejía escribió al presentar la 2ª edición de su novela pionera: “Porque en LA
TIERRA ÉRAMOS NOSOTROS
hay, cuando menos, una obra honrada. Y si la
honradez no significa virtud literaria, sí es la base fundamental en la brega
creadora”. (1961: 9) La honradez del revolucionario de verdad, no de postín, la
que se hace con el ambicioso amor del que no ambiciona nada: nada más que el
derecho de vivir y en paz y de vivir en paz.

Un
paréntesis. El Che Guevara: “Déjame decirte, a riesgo de parecer ridículo, que
el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es
imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizás sea
uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu
apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un
músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a
los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden
descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el
hombre común lo ejercita”. (6) Quizás por la
soberbia, el único pecado capital (Papini), no pueden descender.

Y Víctor
Jara, v. gr., no pudo vivir en paz, pero supo sacudirse el lastre de los
miserables para cantarle su más hondo afecto revolucionario al poeta y
presidente del PC y de Vietnam, Ho-Chi-Minh. Uno de los pocos hombres que
gracias a su inteligencia, talento y sabiduría supo construir su libertad
dentro de una cárcel y a ella le cantó en su libro Diario de prisión. (7) Una
cátedra involuntaria para los que hoy creen tener libertad estando dentro de
las mazmorras del terror y de la incertidumbre y de la muerte segura que son
las del capitalismo. En las que, a propósito, jamás estuvo Manuel Mejía
Vallejo, aun siendo habitante, durante mucho tiempo, de esa Villa sobre la que
León de Greiff dijo que todo se fija por el volumen de la panza o el tamaño de
la bolsa y la gente es de una inopia total en los cerebros. Bueno, aunque ya no
sea tanto así, al menos así lo era cuando escribió la Villa de la Candelaria.
(8)

Lo
dicho en el poema greiffiano, encuentra eco en el texto que el
diagramador/diseñador Montoya y la editora Giraldo reprodujeron en la bella
edición de Viaje a Balandú en modo paginador: “Cansada está la distancia
/ de aguardar mi paso lento. / Cansado está el pensamiento de ser dolor en la
errancia. / Cansada está la vagancia / de mirarse en el camino, / cansado en la
copa el vino / que embriaga la lejanía. / Cansado en la noche el día, / cansado
en mí, mi destino”. En últimas, pase lo que pase, cada cual escoge su destino,
cada uno vive y muere a su manera, a pesar de los ya muy poco frecuentes asertos
filoteológicos. Como advierte Mejía V. en el epígrafe del Cap. 1 de Viaje a
Balandú
, el citado Lo importante no es durar…: “Todos me dicen que
viva / de esta o de otra manera, / todos me dicen que muera / hacia abajo o
hacia arriba, / todos dicen en qué estriba / la brega que yo asumí / desde el
día en que nací, / para jugarme del todo, / dejen que viva a mi modo, / nadie morirá
por mí”.

De
Greiff en el Relato de Sergio Stepansky: “Juego mi vida, cambio mi vida
/ de todos modos / la llevo perdida…” (9) Lo que alude al
camino de regreso en el que todos creen estar más bien de partida, como ocurre
en la vida misma. Mejía V. en el epígrafe de Por entre las ramas de los
pinos
: “Si camino siempre hacia adelante / un día llegaré / al punto de
partida. / Así he sabido que todo camino del hombre / es camino de regreso”.
(2016: 121) Lo que sugiere que, después de todo, se camina, se patina y no hay
viaje: todo parece ser de la esfera onírica. La vida es sueño (Calderón). Y el
sueño de la vida es el que permite avanzar, otear el horizonte, sin que sea
imprescindible llegar. Así, lo deja ver en el epígrafe final de Viaje a
Balandú
, La casa de las dos palmas: “Anuncia una luz viajera / por
los lados de mi suerte: / partir será media muerte / pero llegar, muerte
entera. / Tal vez la luz exagera / por cansancio de alumbrar / pero me hace
preguntar / cuando miro en el paisaje / los dos puntos de mi viaje / si es
necesario llegar”. (2016: 135) Hesse: ‘Una meta alcanzada no es una meta’. Hay
que seguir.

No hay
camino para ningún viaje

En
conclusión: “El camino para ese viaje no existe”, es algo irrefutable. Y, sin
embargo, los seres humanos siguen, cada cual a su manera haciendo camino,
viviendo como se pueda para morir ojalá como se quiera. Y no como otros, unos pocos
miserables/cabronazis, pretenden seguir decidiendo por el resto de la Humanidad:
porque, no ‘nos toca’. (10) En esa línea,
bajo esos voluntarios parámetros, fue el viaje de Jaramillo, Montoya, Giraldo y
Muñoz, para que el padre de este último, pudiera heredar el rastreo
genético/literario de los dos primeros, en busca del sentido de la vida y la
obra de Mejía V. A la postre un encuentro con el sueño y la verdad, la belleza y
la honradez, en modo Ubuntu, ‘Soy porque somos’ o esa forma africana de
cooperación: la necesaria alternativa ecuménica de plantear una nueva
racionalidad. Una menos mierda que la determinada por artificialidad/egoísmo
y/o vanidad/nihilismo: una nueva racionalidad socio/política/económica para
poder seguir soñando con un mundo mejor.

Uno más
equilibrado, menos pervertido por el Poder. No el que se vive hoy, plasmado en La
tierra éramos…
(cuya 1ª edición su madre le entregó, sin saberlo él, a José
M. Mora de Los Panidas que coordinaba De Greiff); allí alude al
cansancio, cual León: “¿Será juventud lo que lleve? ¡Nos hemos cansado mucho,
Lucifer! […] Siento remordimiento. Soy un asesino. Maté mi alma cuando aún
estaba niña. Maté lo que pudo haber sido. Me maté a mí mismo. Pero, no. Así no
moriré. Nací para cantar porque soy un soñador. Un paralítico con alma de Judío
Errante. Quedaré viviendo en forma de recuerdo. […] Porque me he nutrido de la
savia que alimenta a los grandes y apurado el jugo de los desesperados.” (1961:
270-271)

Si
palabra es acción, a ‘paralítico’ se opone ‘nacido para cantar’, lo que lleva a
Arlt en El amor brujo: “Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué
el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en
la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora”. El ‘paralítico’ simboliza
las ‘sombras’, unas más ásperas que otras, de las que habla Roth en La
cripta de los capuchinos
: “Empezaba también a perder la memoria, como suele
ocurrir a los ancianos […] sordos […]. ¡Qué bondadosa es la naturaleza! Las
carencias que regala la edad son una gracia. Nos regala el olvido, la sordera y
la debilidad de los ojos a medida que envejecemos, y luego, poco antes de la
muerte, un poco de confusión también. Las sombras que la muerte manda por
adelantado, son frescas y bienhechoras”. (11)

El lazo
que unía a Mejía a la tierra ya está roto: se alejará de sus montañas, niñez y
gente, pero duda: “¿Para siempre? Dejaré atrás un pedazo de mí mismo. Yo,
nosotros éramos la tierra. Somos”. […] “Pero, vino un día en que gente extraña
invadió el país”. Esa ‘Morena’ más que mujer simboliza Tierra: Clara. El
‘patrón’ le cuenta un cuento de no acabar. “Y alguien hablará en voz baja,
mirando cómo las llamaradas de la cordillera escriben mi nombre [en] la noche: ¡Ojalá
encuentre su camino!” Pero, nadie lo hace, menos el fracasado que filosofa
mientras busca la vida, el camino más largo para llegar a la auténtica muerte:
“Siento hambre e ignoro de qué. Tal vez de vida. Quizás de muerte. No temo […].
Me da vergüenza. La muerte no puede ser desquite para el fracasado. Tampoco,
refugio”. (1961: 271 a 279)

Refugio
en cambio, al parecer, de los que en la calle del Escopetero mataron a los tres
primeros en Balandú, cuenta Norbelto en Viaje a…, donde vivía el celador
Calderón, pionero de la ‘limpieza social’ asesinado en 1995 a palazos por un
joven al que le mató un familiar. La lista de muertos jamás se estableció. Muchos
fueron arrastrados del San Juan al Cauca, como si fuera hoy: “por eso tomó fama
y fue reconocido con el nombre del río de los Muertos [o El río de las
tumbas
, como en el filme de Arzuaga rodado a orillas del Magdalena (1964)].
(12) Tal
vez los ríos en este país solo sirven pa’ echar los muertos. No habrá mejor
camposanto que el agua”. (2016: 87) Idea que quizás tuvieron los paramilitares para
producir 62 masacres en Hidroituango, ese fracaso de la ingeniería: la U. de A.
exhumó 349 cuerpos y la Fiscalía apenas 207 cuerpos en 12 municipios, hasta
2019, de ellos 113 solo en el de Ituango. (13)    

Todo es
balbuceo: si el pájaro supiera por qué canta, tal vez no querría ser escuchado,
tal vez su canto no tuviera la verdad/belleza/honradez que sin presión revela: virtudes
que hay en la obra de Mejía y en Viaje a Balandú, que ahora rescato
gracias a Santiago. Libro que va de lo más íntimo en tanto profundo a lo más
externo en tanto libre/entrañable. Libro que, al ir tras otros y su autor,
permite ver que para ningún viaje hay un día ni un camino señalado y que por
más aire de tango en la atmósfera es terrible La Escopeta: metáfora de Fosa
Común, de esas historietas que hacen la gran historia de Balandú, pueblo ‘godo’
donde cada día hay más muertos, así no se noten las peleas o las disimulen
noticieros y periódicos. ‘Pueblo maldito’ en el que, por contraste, se produjo
una obra loable que ya no importa si ocurrió allí o fue cuestión de brujas/espantos
que rondaban al ‘Cabezón’ (14) mayor de las letras
criollas. (15)

Del viajero N° 8, entre 400, que ha ido a Balandú, para: Luis Santiago, Daniel, Alejandro y Santiago, hijo.        

Notas,
Bibliografía y enlaces:

(1) JARAMILLO T., Luis Santiago y BUSTAMANTE MARÍN, Daniel. Viaje a Balandú, Rocco Gráficas, Medellín, 2016, 158 pp.

(2) MEJÍA VALLEJO, Manuel. La tierra éramos nosotros. Editora Popular Panamericana, Lima, 1961, 2ª Edición, 279 pp.: 18. 1ª Edición, 1945.

(3)  https://books.google.com.co/books/about/Para_leer_al_Pato_Donald.html?id=88FZhF-3P9kC&printsec=frontcover&source=kp_read_button&hl=es-419&redir_esc=y#v=onepage&q&f=false

(4) https://www.elespectador.com/el-magazin-cultural/leon-de-greiff-alquimista-de-acordes-verbales-entre-soledad-y-silencio-article-872508/

(5) https://sites.google.com/site/bolivarynietzsche/p%C3%A1gina-principal/vida-de-manuel-mej%C3%ADa-vallejo?authuser=0&fbclid=IwAR2bvdVUy2io71HipAGCQR4InPSQ8tFthHSb8xf2LXhieA5ZohKUK_wTTzc

(6) Razones de Cuba, en Internet.

(7) Ho-Chi-Minh. Diario de prisión. Instituto del Libro de La Habana, Cuba, 1970, PDF, 122 pp.

(8) https://hellopoetry.com/poem/1979444/villa-de-la-candelaria/

(9) http://files.colchaliteraria.webnode.com.co/200000152-71a3473983/Relato%20de%20sergio%20stepansky%20Le%C3%B3n%20De%20Greiff.pdf

(10) Se habla del virus/negocio y de la vacuna divisionista obligatoria e ineficaz.

(11) https://www.youtube.com/watch?v=44wRDRbQ2po

(12) ROTH, Joseph. La cripta de los capuchinos. Sirmio, Barcelona, 1991, 150 pp.: 127.

(13) https://hacemosmemoria.org/2020/08/24/los-desaparecidos-que-nego-hidroituango/

(14) El ‘Cabezón’ joven es Álvaro Cepeda Samudio, el autor de la inolvidable novela La casa grande.

(15) https://rebelion.org/la-casa-grande-estamos-derrotados-2/

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957). Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución fue lanzado por UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en portal Rebelión. E-mail: [email protected]