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Una de ellas es la propia fuerza humana, una energía con muchas aplicaciones fundamentales para la vida, como arar la tierra de una huerta de la cual cosechar alimentos que cocinar en un fuego, encendido con madera troceada por un hacha, también, manejada con nuestros músculos. Y es que otra fuente de energía vital que parece que tenemos olvidada es la agricultura campesina, el arte de gestionar la fotosíntesis para disponer de forma renovable y ecológica de la energía del Sol en nuestros cuerpos en forma de alimentos, de calorías. Los alimentos, de hecho, son prodigiosas “unidades energéticas” que se pueden distribuir, conservar y asimilar.  

El cuidado y la convivencia con animales, además de unidades energéticas como el queso, la carne o los huevos, también genera un sinfín de energías sostenibles: muchas de las tareas que hoy hacen los tractores consumiendo gasolina las pueden ejercer animales de tiro; ubicar al ganado en el piso principal de la casa, como se ha hecho tradicionalmente en muchas viviendas rurales, es una buena forma de disponer de calor los meses más fríos del año; con sus pieles o lanas, también dispondremos de aislantes térmicos para nuestro cuerpo; para viajes verdaderamente sostenibles no olvidemos los carros tirados por animales… 

Larga es la lista si pensamos en otros usos de la biomasa, como la leña para cocinas eficientes, estufas o sistemas de calefacción. Mediante tecnologías apropiadas, como la biodigestión, también es sencillo transformar residuos vegetales o deyecciones animales en dos fracciones energéticas: gas combustible y fertilizantes líquidos de alta calidad. En su justa medida, la biomasa también puede ser productora de biocombustibles con aplicaciones para el transporte o la mecanización de algunas tareas. 

Y muchos son los usos realmente sostenibles de fuentes renovables como el viento, los saltos de agua, las mareas (la Luna) o el Sol, a partir de ingenios tecnológicos muy diferentes a los que nos ofrece hoy la alta tecnología. Las norias o los molinos de viento han servido históricamente para la molienda del grano, la industria textil o la pequeña metalurgia. El Sol permite calentar el agua o, a partir de secaderos, deshidratar frutas y producir harinas. Las velas al viento son fuerza que puede generar movimientos para cruzar, incluso, un océano de punta a punta. Y aún muy presentes en todo nuestro territorio, podemos ver en funcionamiento pequeñas represas o turbinas en los ríos produciendo energía eléctrica.

Todas ellas, tienen en común que además de ecológicas y renovables, son tecnologías comprensibles y que podemos controlar, reparar y adaptar con unos conocimientos básicos. 

Más allá de
energías buenas o malas
 

Decíamos que existe una energía básica para la vida, nuestra propia energía. Pero, ¿qué ocurre cuando pasamos a llamarla “mano de obra” o incluso, vía esclavitud, convertirla en medio de enriquecimiento de unos pocos? ¿Qué ocurre cuando se invisibiliza la energía invertida por las mujeres al servicio de la reproducción de la vida? Por eso, pregunto: ¿nos parecería bien una empresa armamentística que funcione con placas solares?, ¿nos parece mal utilizar petróleo en un tractor colectivo que usa una comunidad campesina que produce alimentos para la población local? Es decir, clasificar las energías en renovables o no renovables como sinónimo de buenas o malas es una clasificación insuficiente. Es necesario profundizar en este debate y poner atención a las particularidades de cada contexto y de cada necesidad. Este ha sido el planteamiento el número 41 de la revista Soberanía Alimentaria. 

Desde esta perspectiva, queda claro que hay muchos aspectos que deberíamos tener en cuenta en el actual debate de la transición energética y no solo si su uso final genera más o menos gases de efecto invernadero. Es importante preguntarnos si la tecnología que necesita una energía u otra puede concentrarse, almacenarse y acapararse en pocas manos o si es un tipo de energía más democrática, de difícil apropiación y por lo tanto más social. Podemos también preguntarnos si se está aprovechando en el mismo lugar donde se produce o capta y, si no es así, analizar los impactos de su transporte y los balances energéticos.  

Y, fundamentalmente, cuestionarnos si, como ocurre actualmente, la energía está al servicio de ciertos privilegios. Asertivamente lo resumen desde Abya Yala el colectivo Tejidos de mujeres en re-existencia cuando dicen que hablamos de “una energía que ha mantenido encendidos los motores de la industria, ha puesto a nuestros cuerpos y al agua a fluir en función del poder. Es una energía que no pone la vida en el centro. A medida que pasa, acrecienta las condiciones de desigualdad y vulnerabilidad; es una energía vertical y violenta, que produce y profundiza el hambre y el frío”.  

Energías que
transforman
 

Quizás entonces, como sugerimos en el editorial de Soberanía Alimentaria, el debate de la necesaria transición energética no es tan técnico y es sobre todo político. ¿Qué energía para qué vida?  

Igual que soberanía alimentaria no solo es comer local o ecológico, sino una propuesta para transformar, desde la alimentación, el modelo de sociedad capitalista, creemos que así deben entenderse las luchas por la soberanía energética. Y la energía, tan central en este modelo capitalista, es clave para transformarlo. Hablemos entonces, como la investigadora colombiana Sandra Rátiva-Gaona, de defender e impulsar “experiencias de reapropiación social y colectiva de la energía que provoquen o rescaten vínculos sociales y vínculos ecosistémicos que facilitan el desarrollo de economías locales, de amistades, de formas de transmisión de conocimiento, de disfrute de las festividades, de la convivencia y del mejoramiento de las condiciones materiales de existencia”. 

Fuente:
https://gustavoduch.wordpress.com/2021/08/02/energias-renovables-o-renovar-la-sociedad/