El viernes 9 de diciembre, la selección brasileña perdió el
partido de octavos de final contra Croacia. Salimos del Mundial de
Qatar, país árabe donde se celebra nuestra unidad a través de los
logros de la selección marroquí. Caímos derrotados en la tanda de
penales, quedando nuevamente eliminados ante un equipo europeo.
Pronto, más de la mitad del país entra en crisis y nos
cuestionamos, con una profundidad antes imposible, fuera de la
política. Teniendo en cuenta el uso absurdo de los colores de
nuestras camisetas de fútbol por parte de la extrema derecha, el
sentido de la brasilidad está realmente en debate.
Con cierta
frecuencia nos encontramos ante un momento límite de esta
pertenencia. El clásico debate de una izquierda estrecha -y
evidentemente ineficaz- afirmaba que “el fútbol es el opio de los
pueblos”. Estupidez. El mismo Carlos Marighella, poeta y activista
político por la liberación del pueblo brasileño, escribió estos
versos para Mané Garrincha (Manuel Francisco dos Santos, ver
el documental de 1962), con el título homónimo
de la película que lo consagra. En La
Alegría del Pueblo, el guerrillero más
conocido de Brasil dice:
“Gran
jugada/ por la banda derecha/ el balón de cuero/ como si se lo
clavaran en el pie.
Un regate imposible…/ Garrincha sale por
un lado, y el rival se estrella contra el suelo. / Risa general, el
Maracaná se estremece…
Allá va el extremo siguiendo, / los
focos barriendo el césped de luz, / rodando el globo blanco, /
seguro a los pies del diabólico atacante.
Garrincha vuela, /
invade el área contraria, / yendo a línea de fondo
cruzar… Y
las redes se balancean, / en el delirio del gol.
¡Garrincha!
¡Garrincha! / La alegría del pueblo, / en el deslumbrante ballet
del fútbol brasileño.”
El
deporte más popular del mundo está bajo el gobierno de la dudosa
FIFA a escala mundial, su rival europea y la mala reputación de la
UEFA, y, a escala sudamericana, a través de la igualmente mala
reputación de la CONMEBOL. En Brasil, la Confederación Brasileña
de Fútbol (CBF), heredera de Marco Polo del Nero (prohibido
en el deporte),
Rogério Caboclo (acusado
de acoso)
y comandada por el líder bahiano Ednaldo Feijó (la
elección fue casi suspendida),
está a la altura de los males cotidianos del fútbol mundial.
Cuando la crónica deportiva nacional era más refinada, con menos
cara de “nenes de bien” y más cercana a la vieja charla de
esquina (más periodismo y menos entretenimiento), se decía que al
fútbol Tupiniquim le iba bien dentro de las cuatro líneas y mal
fuera. Sucede que hoy el fútbol profesional es una enorme cadena de
valor global, donde los países más pobres (y las regiones
empobrecidas de los barrios periféricos europeos) aportan la materia
prima (jóvenes adolescentes al firmar el primer contrato) para
centros de formación o clubes-empresa de Europa. Hay una nivelación
en la dimensión técnica, táctica, preparación física y
psicológica para grandes partidos decisivos. Y el mismo nivel bajo
de los capos de las directivas, que ganan plata mucha plata en años
de Copa del Mundo y la patota refuerza la forma mercantil de lo que
también es cultura popular.
El que escribe cumple la suerte de muchos colegas que se dedican al
análisis político, pero que fueron formados cultural y
subjetivamente por el mundo del fútbol. Por tanto, si no es correcto
escribir profesionalmente a respecto del juego en las cuatro líneas,
fuera de estas tenemos el deber de reflexionar y criticar la economía
política del fútbol profesional. Así, la primera reflexión es la
obvia. Considerando el volumen de contratación de jóvenes
deportistas por parte de los centros que operan con la moneda más
fuerte del comercio internacional (dólar estadounidense, euro y
libra esterlina), nos damos cuenta de que allí está operando una
injusticia histórica. Seguimos primarizados, cediendo a la fuga de
cerebros en el sector del desarrollo científico y académico, así
como el mundo ve un flujo de zapatillas de fútbol en la legítima
búsqueda de un futuro mejor para sus familias y su entorno.
Lo contradictorio es que la independencia financiera y la obscena
visibilidad que brindan las redes sociales (la mayoría de estas
plataformas controladas por algoritmos conmutados con inteligencia
estadounidense), garantizan la monetización del modus vivendi de los
atletas. Cuerpos esculturales como fuerza de trabajo, una estética
capaz de ser vehículo de simbología publicitaria y todo se
convierte en un flujo de datos. Así, la creación de personajes del
mundo del fútbol puede asegurar grandes plusvalías para el 1% de
las grandes ligas europeas, o –proporcionalmente– para el 10% de
profesionales de las series A y B del Campeonato Brasileño, que
sirve como modelo para toda la cadena de valor. Esta cultura
capitalista se reproduce en mayor o menor medida según los patrones
culturales de cada país y territorio, y adquiere una dimensión
global cuando la “representación deportiva” traspasa fronteras.
Hay
un conflicto de comportamiento obvio. En Argentina, un ciudadano de
clase alta y hasta reaccionario –«cheto y gorila»
– cuando está en la cancha
tiene que comportarse como uno más – como la gente- y eso aplica
también para la selección. Después del ciclo de Diego Armando
Maradona, la exhibición absurda de patrones de consumo suena
irrespetuoso. Cualquiera que no se comporta como uno del pueblo
estando en una tribuna siente vergüenza. La liturgia en los estadios
es la mismo que la política callejera, o casi. Y el aguante también.
En Brasil, la percepción es en realidad la opuesta. Celebramos
cuando una estrella de la selección al menos no dice tonterías y,
he aquí, tiene algún compromiso social (aunque sea en forma de
caridad a través del tercer sector). Así, la gentrificación llegó
en el campo cuando los jugadores visten la camiseta amarilla y
también en las tribunas, con el lijado elitista, que hace del
entretenimiento popular (el estadio era un gran patio de fondo, un
enorme conventillo, era como la playa em verano hasta los años 90)
una “experiencia única”. Cuanta basura.
A medida que los atletas se van de casa cada vez más jóvenes, la
mayoría de ellos tiene una relación con la CBF como su club. No
estoy defraudado por su comportamiento deportivo y compromiso en
cuanto al fútbol em essa Copa del Mundo. Pero enoja profundamente la
estupidez y la superficialidad como forma de orgullo. En este
sentido, cualquier semejanza con la instrumentalización de la camisa
amarilla con la extrema derecha (por cierto, vende patria y
antipopular) y la demencia bolsonarista no son ninguna casualidad.
Hablando específicamente de la selección brasileña de fútbol
profesional, ayudaría mucho si los jugadores al menos realmente se
preocuparan por el significado de una Copa del Mundo para la mayoría
de nuestra gente. Los impactos populares son enormes y los conflictos
simbólicos también.
El
capitán del seleccionado campeón em 2002, el ala derecho Cafú,
levantó la copa de la misma manera que Bellini y Mauro. En su
camiseta estaba escrito “100%
Jardim Irene”,
un homenaje a su barrio de origen, en la periferia de la zona sur de
São Paulo capital. Coincidencia o no, el barrio que limita con el
municipio de Embu tuvo su regularización
de tierras concluida en 2004.
La eternización del barrio se dio en el gesto del ex residente y as
Marcos Evangelista de Morais. Sucede que este ciudadano de apodo
Cafú, así como varios de los cinco veces campeones del mundo y
jugadores de la selección de 2018 y 2022, apoyaron
explícitamente al candidato protofascista
y enemigo de la Causa Palestina, Jair Bolsonaro.
No hay más como relativizar al respecto. No estamos en una dictadura como en 1970 y nadie va a obligar un comportamiento subalterno a un atleta profesional. Tampoco es justo denominar a un millonario de 30 años – Neymar – como si fuera un niño eterno adolescente. Basta. Sí, Garrincha no va a volver a la vida, pero al menos nuestros futbolistas deberían poner el corazón en la punta de sus zapatillas de fútbol como hacen los hermanos argentinos. La cultura popular – aunque sea la futbolera – se respeta o se hace respetar.
Artículo originalmente publicado en el Monitor del Medio Oriente em portugués.