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Hay un paso del último capítulo de The selfish gene [El gen
egoísta], de Richard Dawkins, particularmente relevante para la
discusión acerca de la labilidad membranosa (como dice Elkana) de la
frontera de separación entre ciencia y filosofía. El paso en cuestión
dice así: «De la misma manera que hemos considerado conveniente imaginar
a los genes como agentes activos, trabajando intencionadamente por su
propia supervivencia, quizá sea conveniente imaginar a los memes de
igual forma. En ninguno de los dos casos debemos atribuir a ello un
sentido místico. En ambos casos la idea de la intención o propósito es
solo una metáfora, pero ya hemos visto lo fructífero que es esta
metáfora en el caso de los genes. Incluso hemos empleados términos como
“egoísta” y “despiadado”, al referirnos a los genes, sin olvidar que es
exclusivamente una forma de expresión.» (Ed. castellana, p. 292).

Una forma de expresión, siempre metafórica: ahí está la clave
para explicar por qué las pretensiones positivistas y neopositivistas
según las cuales existe una línea de demarcación clara, evidente, entre
ciencia y filosofía, ciencia y metafísica, etc, deben ser consideradas
como una exageración de las buenas intenciones. Durante mucho tiempo el
positivismo y el cientificismo académico han acusado a Marx, por
ejemplo, de juntar en sus obras la aspiración científica con la
metafísica, la búsqueda de leyes sociales científicas con metáforas
literarias. Eso convierte la ciencia en periodismo, la investigación
científica en metaforismo religioso, la precisión formal en retórica. Y
es cierto que Marx, por ejemplo, como en otros científicos sociales, hay
muchas metáforas (El capital está lleno de metáforas). Pero es
un error calificar de anticientífico, precientífico o pseudocientífico
–como han estado haciendo tanto los positivistas como algunos seguidores
y lectores apresurados de Popper– a un autor por el uso de metáforas
más o menos relevantes en la exposición de sus investigaciones. Pues, en
la medida misma en que la exposición (no la investigación
propiamente dicha) tiene que ser expresada necesariamente en un
lenguaje, verbal o escrito, comprensible por los demás (teniendo en que
la función social de la ciencia exige controlar su carácter objetivo o
intersubjetivo), las metáforas y aún las alegorías serán siempre
necesarias. Se puede objetar que la ciencia no es esto último, que la
exposición en forma verbal o escrita, pero en un lenguaje comprensible
para el vulgo, no es propiamente lo que caracteriza a la ciencia. Y se
puede añadir que hay que distinguir entre conocimiento científico
propiamente dicho y divulgación o vulgarización de las investigaciones
científicas. Cierto. Esa es una diferencia intuitivamente clara. Y
porque la hay, porque existe tal diferencia, ha crecido tanto en los
últimos tiempos la industria dedicada a la publicística científica
(libros, revistas periódicas, semanarios). Hay, efectivamente,
diferencia entre la comunicación presentada por el biólogo, el físico y
el genetista en Nature o en Science y el tipo de artículo que suele aparecer en Algo, en Muy interesante o en Sputnik.
También hay diferencia, naturalmente, entre la ponencia presentada a un
congreso de especialistas y un programa de televisión como Cosmos, por ejemplo.

Por lo demás, casi nadie tiene nada en contra de la exposición
divulgadora o popular, como se dice ahora, de investigaciones
científicas de punta. Solo se exige rigor también en eso. Y así se puede
distinguir igualmente entre semanarios más o menos rigurosos y más o
menos llamativos en lo concerniente a la divulgación científica. Pero es
que, además, a medida que va aumentando la subdivisión y fragmentación
de las ciencias, a medida que los conceptos utilizados en cada un de
esas subdivisiones van haciéndose cada vez más particulares, más
específicos, menos compartidos, la comunicación de los conocimientos
tiene de convertirse en una cuestión central de la actividad científica.
Así en el tipo de actividad que con el tiempo se ha convertido en
paradigma de la ciencia -la física teórica- se ha hecho cada vez más
necesaria la traducción a un lenguaje comprensible de conceptos
inicialmente expresados en un lenguaje formalizado, cuya comprensión no
solo escapa ya al común de los mortales sino también a la mayoría de los
científicos que trabajan en campos distintos de la física teórica. No
es ya la formalización en general, el uso habitual de la alta matemática
o la axiomatización de las hipótesis y teorías lo que hace
incomprensibles (o difícilmente comprensibles, según los conocimientos)
los principales conceptos de ciertas ramas de la teoría cuántica, por
ejemplo, sino el hecho de que cada vez en mayor medida estas
subdivisiones o fragmentaciones del conocimiento científico elaboran sus
propias herramientas formales, sus técnicas matemáticas supuestamente
apropiadas para la resolución del tipo específico de problemas teóricos
con los que hay que enfrentarse, de modo que, al estar fuera del alcance
del científico en general el dominio de técnicas matemáticas muy
diferentes y al adaptarse la formación de los futuros especialistas a
tales subdivisiones técnico-formales, cada área específica de
conocimiento tendrá dificultades serias para comunicar con propiedad los
resultados a los cuales va llegando.

Ahora bien, toda traducción a otro lenguaje exige símiles,
comparaciones y metáforas, de modo que, en última instancia, el
científico parece obligado a elegir entre dos riesgos: el riesgo de los
malentendidos derivados de comunicaciones más o menos divulgadoras de
conceptos difíciles que son traducidos a otro lenguaje (en el que
–insisto– la metáfora siempre jugará un papel esencial), o el riesgo de
la incomunicación. Este último riesgo a veces no es considerado como tal
por algunos componentes de las comunidades científicas
superespecializadas. Es más: en ocasiones se argumenta de acuerdo con
una línea de purismo formalista que tiende a prohibir o a poner trabas a
la comunicación científica pensada para un público relativamente
amplio. La incomunicación puede ser entendida, por tanto, no como un
peligro sino como una virtud. Y desde ese punto de vista hacer del
hermetismo formalista una necesidad garantizadora de la pureza
conceptual (algo parecido a lo que ocurre con algunas corrientes
poéticas exageradamente preocupadas por la contaminación periodística
del lenguaje). El hermetismo formalista se hace entonces sectario y
acaba cayendo una mística tanto o más peligrosa que la criticada.

Descartado, pues, este hermetismo formalista, reconocida la necesidad
de la traducción de conceptos formales a lenguajes mediante los cuales
aquellos conceptos se hagan comprensibles en diferentes niveles de
conocimiento general, habrá que llegar a la conclusión de que el
lenguaje mismo contribuye a impulsar al científico, mediante el uso de
metáforas, a la moraleja, a la explicitación de implicaciones de los
conceptos científicos para la concepción del mundo. Puesto que el
lenguaje mismo –y particularmente el lenguaje ordinario, no tecnificado–
es soporte de las concepciones del mundo, el simple uso de este
lenguaje no tecnificado, la traducción a él de conceptos inicialmente
formales o muy formalizados, es ya un comienzo del paso al campo de los
valores. Pues una parte importante de las concepciones del mundo,
seguramente el centro organizador de las mismas, está constituida
precisamente por valoraciones acerca del mundo, de la sociedad, del
hombre en el mundo y en la sociedad, que suponen o implican determinada
jerarquización.

Por lo general, la transposición de planos en la explicación de
conceptos suele convertirse en una necesidad. Del paso de Dawkins citado
se deduce que este no utiliza en el título de su libro el término
«egoísmo» por ausencia de reflexión acerca de las posibles
consecuencias, sino más bien al contrario: a sabiendas de que «egoísmo»
es un término de otro lenguaje, cuyo uso provocará problemas, pero que
tiene la ventaja de sintetizar lo que el autor piensa realmente acerca
del comportamiento de los genes. El concepto que se quiere explicar
adquiere de esta forma un sentido ligeramente diferente del que tiene
cuando se habla o se escribe acerca del gen en términos estrictamente
biológicos. Peo la pregunta es: ¿forma o no parte de la investigación
científica de D. la metáfora del «egoísmo genético»? ¿No son
precisamente estas imágenes acerca del comportamiento o de la actividad
de entidades no directamente observables (o por lo menos no observables
mediante los sentidos humanos) las que «tiran», por así decirlo, de la
investigación propiamente dicha, las que mueven a investigar en una
determinada dirección? Suprimir (o predicar la prohibición normativa de)
tales imágenes o por el hecho de que, efectivamente, se introduce una
idea que procede otro ámbito (por ejemplo, la idea de «intencionalidad» o
«propósito» de los genes) puede ser una buena cosa cuando se pretende
evitar la contaminación de los conceptos científicos puros. Y de hecho
puede lograrse con suma prudencia advirtiendo al lector (no al final,
como hace D., sino al principio) del sentido que tiene el ejemplo de
tales o cuales metáforas. Pero el problema de verdad es el que se
plantea a partir del momento en que se establece la prohibición
normativa, pues la ventaja adquirida en precisión y exactitud
lingüística (en la aproximación al viejo ideal de un lenguaje
formalizado en el que no cabe ya la polisemia) tal vez se pierde como
consecuencia de las inhibiciones que tal prohibición lleva a crear en
los científicos mismos (suponiendo que realmente estos hicieran caso de
las filosofías normativas de la ciencia). En todo campo de investigación
el proceso de descubrimiento de nuevas regularidades, o de ciertas
explicaciones, o la formulación de hipótesis prospectivas etc., incluye
factores múltiples. Investigar no es dar golpes a un mismo clavo con un
mismo martillo; no es tratar de resolver siempre los mismos problemas
con parecidos métodos o técnicas. Es mucho más que eso, obviamente. Se
sabe que gran parte de las investigaciones tanto en ciencias naturales
como en ciencias sociales tiene detrás la intención de resolver
problemas prácticos. No siempre es así, pero esa intención cuenta mucho.
E incluso cuando el propósito del investigador o del colectivo de
investigadores queda explícitamente reducido a la resolución de temas
exclusivamente teóricos pendientes en el marco de una teoría más amplia
(comprobación de hipótesis, análisis más detallado de determinadas
dificultades de contrastación, simplificación del aparato conceptual en
el que la teoría ha sido formulada, etc) los factores motivacionales,
intuiciones, comparaciones, imágenes y metáforas que permiten relacionar
la dificultad por resolver con conceptos de otras ciencias o con
conocimientos de ámbitos notablemente alejados de aquel en el cual ha
sido planteada la investigación de referencia intervienen de manera
constante. Tanto es así que la filosofía de la ciencia de orientación
normativa suele decir que acerca del contexto de descubrimiento, o sea,
sobre las razones y motivos que impulsan a los científicos hacia tales o
cuales investigaciones, no hay nada que decir porque la psicología de
cada científico es un mundo muy particular, inabordable para la
metodología.

Se ha dicho antes que el problema de verdad es el que se plantea a
partir del momento en que se establece la prohibición normativa.
Llegamos ahora a la conclusión de que ese problema es precisamente
psicológico: en la medida en que el científico no es un autómata
programado para resolver puzzles o crucigramas hechos por
otros, sino que es también –o puede serlo al menos– un ser imaginativo
capaz de inventarse los propios puzzles o crucigramas y de
crear otros juegos de ingenio, la prohibición normativa en lo tocante a
su forma de actuación acabaría teniendo una influencia negativa:
conduciría seguramente al idiotismo del superespecialista, a la
limitación forzada del factor creativo e imaginativo en la investigación
científica. El carácter negativo de esta limitación se entenderá mejor
si reflexionamos acerca de qué es lo que en el mundo contemporáneo –más
allá de su éxito práctico– hace de la ciencia el tipo de conocimiento
más aceptado entre las gentes.

En suma, que también el lenguaje científico se halla expuesto a elaboración retórica y que en muchas ocasiones esta elaboración aparece como necesidad, como algo inevitable (no necesariamente negativo), es una tesis relativamente nueva entre los filósofos de la ciencia, uno de esos cabos sueltos recuperados por los historiadores de la ciencia y una afirmación que bastantes científicos habrán compartido en distintas épocas. Es una tesis que resulta muy plausible hoy en día y que, al mismo tiempo, tiene consecuencia de importancia para la consideración teórica de la ciencia misma. Así, por ejemplo, Richard Boyd, de la Cornell University de Ithaca, ha vinculado estrechamente esta recuperación del carácter metafórico del lenguajes a los cambios mismos del lenguaje científico, a los cambios de teoría, a las mutaciones que se producen en estas para acomodarse a las estructuras o articulaciones reales del mundo. Cfr. Andrew Ortony Ed. Methafor and Thought, Cambridge University Press, 1979, donde aparece el ensayo de Boyd, «Methafor and theory change: what ist “Methafor” a methafor for?», trad. Italiana en Feltrinelli, etc.

Edición de Salvador López Arnal. Texto no fechado. Probablemente
de finales de los 80, principio de los 90. No he podido averiguar si
llegó a publicarse.

Recuérdese su La ilusión del método, Barcelona: Crítica, 1991 (reedición con nuevo prólogo en 2004).

Fuente: https://espai-marx.net/?p=12204