Desde que apareció la teoría de la relatividad, las ciencias comenzaron a recordar una pregunta olvidada en el siglo XIX: quién. Todo empezó con ¿quién mira? (desde dónde), y puede que termine en ¿para quién mira? No en vano esa interrogante marcó una ruptura en la física moderna.
Por su parte la Economía, ciencia que estudia la economía, descubrió algo similar a mitad del siglo pasado. Reconoció que le habla a alguien y que es para ese alguien.
¿Quién mira? ¿Para quién mira? La práctica económica de los poderosos se encubre con una neolengua de Estado: la Macroeconomía, columna vertebral de lo que entendemos por Economía. Se trata de un idioma burocrático que nos hace creer que si mejora el PIB mejoraremos nosotros o que si el gran capital exporta mercancías, y se exporta a sí mismo, mejoraremos nosotros.
Estamos
ante unos códigos que hablan de una realidad que no conecta con la
nuestra y que nos hace depender de sus signos y símbolos para validar
nuestras condiciones. Pero, al mismo tiempo que nos enajena, un lenguaje
más humano, más concreto, más directo, más de dejar claro los
verdaderos deseos, es usado por aquellos que toman las grandes
decisiones en cada nación, al servicio de los poderes que representan. Y
si los poderes que representan no coinciden con los nuestros, la
neolengua de Estado no es más que una cortina de humo.
Esa
misma neolengua no solo nos impide explicar la realidad, sino que
también nos hace arrastrar sus errores cuando nos preguntamos sobre un
nuevo horizonte.
Así,
las alternativas para una nueva economía hablan de rescatar el PIB, y
uno se pregunta, ¿quién puede decir la relación causal entre el PIB y la
proporción del aumento del poder adquisitivo del salario, o su papel en
la transformación en los patrones de acumulación del capital que
dependen de consumos desproporcionados? Nadie puede, porque no existe.
El PIB puede ir con un sentido favorable y el salario ir en sentido
inverso.
También
hay economías nuevas que se proyectan en reproducción del conflicto de
las causalidades del valor, es decir, de quién pone más valor a la
economía, asumiendo que la eficiencia acabada en un sector es una
eficiencia de cierta entidad productiva, en vez de social. ¿Acaso, los
sectores más rentables de la economía no son parte de una gran cadena de
procesos productivos sin los cuales no sería posible la mercancía
final?
Por tanto, una nueva economía pasa por tener una nueva forma de pensar la
economía. O lo que es lo mismo, por tener una nueva Economía. Y esto
exige, al menos, otros sistemas de medidas y nuevas formas de entender
el tejido social productivo como un todo, cuyas partes son
interdependientes.
Para
empezar a construir esa nueva economía, hay que medir, con o sin
número, la cercanía a la meta. Para ello, la unidad de medida del valor
social no debe ser la sumatoria del valor social monetario (PIB), sino
la igualdad de condiciones, económicas, políticas, culturales.
Una
forma de hacerlo, para la nueva economía, sería utilizando como medida
el poder adquisitivo del salario mínimo. Sin embargo, sería
imprescindible concebir el salario no como esa economía aún vigente
(monto de dinero que paga una jornada laboral), sino como todo
reconocimiento al trabajo. Así, podríamos empezar a entender el salario
como la capacidad de acceder a una serie de derechos por parte del
trabajador, como derechos laborales, económicos, jurídicos, culturales,
lo que se traduce en el derecho a sindicalización, a vacaciones pagadas,
a jornadas de trabajo no muy largas, al ocio, a la cultura, a la
superación, al disfrute y a la creación del arte. Entonces, una nueva
economía tendría como para quién al sujeto común, al ciudadano sin distinción. La forma de medir el avance de esa nueva economía sería la capacidad de acceso de cualquier trabajador, ya sea desde lo más básico, como puede ser la alimentación y la vivienda, hasta el acceso al arte.
Por
otro lado, sería demasiado problemático detener el proceso de
transformación y renovación de los ciclos de producción, ya sea en
términos de dinero o de información. El saldo sería más conflictividad
social, pérdida de formas de organización de la producción y escasez.
En cambio, se podría cambiar la concepción cuantitativa de los ciclos de valorización social. Si hasta ahora la meta es el más, la nueva meta puede ser añadir cualidad:
destinar más a la investigación para transformar las formas de
actividad productiva, sus patrones, la cultura de consumo. Para ello
habría que conducir los ciclos de valorización a socializar de manera
orgánica la propiedad, en vez de producir más. Quien optimice su
capacidad productiva, en vez de incrementar cantidad, podría producir
algo nuevo, añadir un nuevo elemento de valor, en alianza con otro. Esa
fórmula de interdependencia serviría para mostrar cómo todos
participamos del valor social, y que quien recibe los mejores pagos solo
es un extremo de una gran cadena.
En
ese mundo de la nueva economía, la contabilidad sería solo un medidor
de cuánta riqueza social adquirió en el periodo registrado contable una
entidad económica, por lo que serviría para valorar o planear, no para
jerarquizar. Eso solo sería posible usando el potencial de valorización
de las sociedades actuales para reformarse a sí mismas. Para ello, la
fuerza política y los consensos podrían apuntar al mecanismo específico
de limitación de la expansión cuantitativa del capital, dejando así como
único espacio su propia transformación, a la que solo le quedaría una
descentralización paulatina.
El quién de una nueva economía somos nosotros. Se trata de construir nuevos rumbos a la valorización de la producción, nuevas formas de pensarlas, pero siempre valorizando, porque el bienestar, la armonía con la naturaleza, la capacidad del ser humano de ser libre, no solo debe conquistarse, sino también debe valorizarse, dígase, perfeccionarse. Así, la nueva sociedad debe ser aquella de la economía que valoriza la dignidad de la vida humana y su armonía con la naturaleza.
Fuente: https://www.trincheracuba.com/lenguaje-de-la-economia/