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Lo curioso es que, quienes más insultan, se declaran amantes amantísimos de una España que no parece haber perdido las virtualidades de ser Una, Grande y Libre. Han convertido ese amor en un odio cainita, olvidando que hay muchas maneras de amar la patria o, como decía Joyce, “de devorarla como hace una cerda con sus crías”. Y, si la apreciación literaria es demasiado cruel y bárbara, digamos que se confunde el plano de las personas con el de las ideas. Pero las ideas no son siempre respetables, por lo que hay que combatirlas hasta la exasperación. Las personas no, que casi siempre lo son. Algunas más que otras. 

Es gracioso constatar que, con relación a los insultos, sucede que nadie soporta que lo llamen hijo de puta, pero aguantan la palabra corrupto con absoluta dignidadpues hasta pueden creerse que lo están llamando guapo, incluso, inteligente. 

Pero, puestos a ser precisos, ser hijo de puta -es decir,
hijo de iza, rabiza o colipoterra-, es una posibilidad que cabe en la
estadística de lo posible y de lo probable, mientras que ser corrupto
exige cierto esfuerzo y dedicación. Ser hijo de putaes un accidente que puede pasarle a cualquiera incluso a un obispo, pero lo de legal corrupto e hijoputa no, pues hay que trabajárselo. Y, si no, que se lo pregunten a Garamendi.

En cuanto al insulto entre políticos, digamos que los de la Restauración,
es decir los de la época de Cánovas, Sagasta, Canalejas, Romanones y
los de la II República, tampoco es que se hablasen con mucha delicadeza
fonética y galantería. Y hubo, cómo no, quienes sustituyeron el lenguaje
detrítico por algún contundente puñetazo en plena mandíbula y nariz.

Precisamente hablando sobre los políticos de la II República, Azaña que
los conoció bien, no les echa ninguna flor cuando se refiere a ellos.
La lista de adjetivos descalificativos son innumerables en sus Diarios sobre la Política en la República:
“incompetentes, amigachos, llenos de codicia y de botín y sin ninguna
idea alta». Todo ello le llevaría a hablar de “una política tabernaria,
insufrible por su inepcia, injusticia, mezquindad o tontería». Un
diagnóstico aplicable a todos los políticos sin distinción de siglas de
aquella época y que muchos verán en dicho panorama una copia del
Parlamento de hoy.

La diferencia estaría en que el presidente de la II República se
limitó a constatar estas calificaciones en sus Diarios. No creo que se
habría llegado al Frente Popular si Azaña hubiera calificado
públicamente en las Cortes a los políticos radicales de izquierda como
“botarates”, “loquinarios”, “obtusos”, “gente impresionable, ligera,
sentimental y de poca chaveta”, como así se refleja en sus Diarios.

En cuanto a los políticos de hoy cabe decir que son más
desvergonzados, menos discretos y muy bravucones. No solo se insultan a
la mínima, es que lo hacen muy mal y a destiempo. Podría decirse que en
este ámbito los políticos actuales son una generación perdida que no ha
aprendido nada de sus antepasados, y que, como decía Azaña, tenían su
punto de chavetas.

Hoy los insultos son tan groseros que han dejado de serlo para convertirse en injuria.

Para colmo, se ha extendido un tipo de insulto que debería ser una
vergüenza para quien lo utiliza. Me refiero a ese insulto que se regodea
en utilizar los rasgos físicos de alguien para deducir
de ellos su pésimo pensamiento político y, ya no digamos, su
comportamiento erótico y sexual, además de otros alambiques íntimos. 

Cualquiera puede entender que descalificar a una persona siguiendo sus atributos físicos, es un acto de habla fascista.
Quevedo, el de “érase un hombre a una nariz pegado”, fue un ejemplo en
el uso de este tipo de maledicencias, pero cabría exonerarlo, porque al
menos escribía sonetos con dichos desperdicios. Hacía literatura con el
insulto.

Vallejo Nágera, el Mengele español, en su libro La locura y la guerra. Psicopatología de la guerra española, tuvo la maldita gracia de glorificar la bondad del franquismo
como resultado de la comparación entre los rasgos físicos del Dictador
con los del presidente Azaña. Llegó a la conclusión de que “la fealdad de Azaña atraía las fuerzas del mal, mientras que la sonrisa equilibrada del caudillo estimulaba a los defensores del bien”. 

Luego añadía: “Llama la atención la circunstancia de que las masas
identificadas con cada una de las citadas personalidades exhiben
reacciones psíquicas que parecen fruto de los complejos latentes en la
conciencia de ambos personajes. Las de ellos, reacciones movidas por los
complejos de rencor y resentimiento; los nuestros
reaccionan a los complejos de religiosidad, patriotismo y
responsabilidad moral”. No sé, pero hoy día, Nágera lo tendría muy mal
para hacer este tipo de ejercicios comparando la prosopografía de
Sánchez con la de sus oponentes masculinos.

No solo el insulto es un pésimo recurso retórico,
sobre todo si se usa sin gracia. Lo peor es que resulta ser más popular y
más eficaz para mover en unas elecciones al respetable que la crítica
razonada. 

Este sería uno de los pésimos efectos colaterales del insulto, que el
esfuerzo de pensar se sustituya por la ocurrencia y la mediocridad
lingüística, reflejo, no solo de una vaciedad mental, sino, de una falta de base ética a
la hora de actuar, sustituyéndose muchas veces por una legalidad que
hace peor el remedio que la enfermedad. Para decirlo con una cita de
Manuel Azaña: «La posición de un hombre político se determina de esta
manera: una tradición corregida por la razón» (Discurso en las Cortes el 27 de mayo de 1932)

Un programa de acción política que no ha estrenado aún la clase política de hoy. Solo un ejemplo. Discutiéndose en el Parlamento el asunto de la prostitución, Abascal Vox subió al estrado enarbolando las memorias de Largo Caballero y, en un momento determinado de su deslavazado discurso, asoció a Sánchez con los expresidentes republicanos durante la guerra civil, Largo y Negrín, los cuales, según su opinión, se gastaron en prostitutas el dinero del Banco de España entregado a Rusia. He aquí el ejemplo más granado de pensar la tradición, no con la razón, sino con el culo. De ahí el resultado: un insulto maloliente, peor dicho y horriblemente ejecutado. A este tipo de políticos es, probablemente, a los que Azaña hubiera llamado botarate y chaveta, ejemplo sobresaliente de “una política tabernaria”.

Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/pesimo-arte-insultar-mal-pronto-manuel-azana-franquismo/20230221135202208624.html