No entro en valoraciones jurídicas o técnicas detalladas. En ese sentido, me parecen sensatas y coherentes opiniones como las de Laia Serra, Violeta Assiego, Justa Montero, Milagros Pérez Oliva y el manifiesto de dos centenares de colectivos feministas o la de otros juristas como José Antonio Martín Pallín, Jaime Bosch y Javier Pérez Royo. Dejo la valoración definitiva de las implicaciones políticas del desacuerdo entre las dos partes del Gobierno sobre la reforma de la ley, a la espera de su desenlace. Me centro en dos aspectos: las discrepancias políticas surgidas sobre su aplicación y su reforma, y el análisis del marco sociopolítico para interpretar mejor este conflicto, inicialmente normativo.
Discrepancias sobre la ley de la libertad sexual y su reforma
El consentimiento en las relaciones sexuales es el fundamento del
Convenio de Estambul. Es un tratado, jurídicamente vinculante,
aprobado en 2011 por el Consejo de Europa para la prevención y la
lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia
doméstica. Es la normativa más completa y avanzada en esta temática
y se basa en tres ejes: la acción preventiva contra la violencia
machista, la protección de las víctimas y la regulación jurídica
para tratar a los agresores. Entró en vigor el año 2014, fecha en
la que lo ratificó España. Es, pues, de obligado cumplimiento para
los países firmantes, debiendo incorporarse su orientación a la
legislación respectiva. Es lo que se ha realizado en la reciente
“Ley de garantía integral de la libertad sexual”, conocida por
la ley de ‘Solo sí es sí’, de fecha 6 de septiembre y que entró
en vigor el pasado 7 de octubre de 2022.
Como se ha expresado en los últimos tiempos, particularmente en el
ámbito jurídico, supone un cambio de modelo en la valoración de la
agresión sexual poniendo en primer plano la conformidad de una
relación, es decir, su voluntariedad. Así, se considera delito la
falta de consentimiento, la imposición de una relación sexual, por
la circunstancia que sea. La nueva ley sigue contemplando la
existencia de violencia e intimidación como elementos que permiten
graduar la pena aplicable, pero la tipificación fundamental del
delito será la inexistencia de consentimiento.
Por tanto, hay que valorar
el sentido político transformador y feminista del consentimiento,
elemento ya preexistente en la legislación penal, pero ahora
reforzado como fundamento de esta ley. En todo caso, está
complementado con los agravantes tradicionales de violencia e
intimidación u otros nuevos como la sumisión química y la
actuación en grupo y, por supuesto, con su comprobación judicial.
Pero la presunción de inocencia y la garantía de un juicio justo no
deben amparar el descrédito y la culpabilización de la víctima, la
principal testigo del delito.
O sea, el
debate no es sobre una mera cuestión técnica, sino política:
reforzar las garantías preventivas y protectoras para la libertad
sexual de las mujeres y frenar las agresiones machistas, junto con
unas medidas reparadoras y de reconocimiento para las víctimas y
unas penas proporcionadas a la gravedad del delito para los
agresores, sin caer en el punitivismo. Es un cambio cualitativo de
las prioridades valorativas del hecho agresivo, el proceso probatorio
y, por tanto, de los criterios aplicativos de la norma por el
estamento judicial.
La situación
específica producida es que, ante la unificación de los dos tipos
de delitos anteriores, uno más grave -agresión- y otro menos grave
-abuso-, se ha ampliado la horquilla de penas para aplicar, con el
correspondiente incremento de las posibilidades de la interpretación
judicial, que debiera basarse en dos criterios básicos, inaplicados
por una minoría de jueces: el derecho transitorio existente desde
1995 y la evaluación de la revisión de penas, considerando el
conjunto de la norma.
La realidad
posterior a la aprobación de la ley ha demostrado que una parte
judicial minoritaria pero significativa no ha mostrado afinidad y
capacidad adaptativa a la nueva norma. Ese sector no ha valorado la
vigencia del derecho transitorio y el encaje en la nueva tipología y
horquilla de penas, como sí ha hecho la mayoría de la judicatura,
que no las ha revisado a la baja.
Por tanto,
ese incremento de la discrecionalidad judicial, sin la suficiente
adecuación y perspectiva de género, tal como se ha demostrado, ha
tenido resultados desiguales y arbitrarios en algunos casos. Así,
salvando algunas rebajas limitadas de penas que pudiesen estar
justificadas y sobre las que ha faltado pedagogía explicativa, hay
una minoría de revisiones de penas (en torno a un tercio)
inadecuadas respecto del espíritu y el conjunto de la letra de la
propia ley. En base a ellas se han producido los llamados efectos
indeseados de esas rebajas cuya mayoría está derivada de esa
aplicación incorrecta. Si el cambio normativo ha constituido la
condición de posibilidad para esta revisión de penas, el sentido y
el resultado problemático de esa revisión es achacable a la
decisión autónoma y discrecional de esa parte de jueces.
La
generalizada ingenuidad política de los grupos progresistas,
particularmente de las direcciones de ambos socios del Gobierno, ha
derivado de la excesiva confianza en una aplicación adecuada por
toda la estructura judicial. La enseñanza es que debieran haber
primado el escepticismo sobre esa aplicación, incluido sobre la
inacción orientadora del Tribunal Supremo en el que, aparte de la
Fiscalía General, se confiaba. Ha fallado la previsión para frenar
esas consecuencias indeseadas por el ejecutivo y el legislativo. Pero
esas deficiencias, incluidas las de la esfera comunicativa, aunque
deben corregirse, son secundarias.
Las
consecuencias producidas, según el relato mediático dominante, son
similares a las del periodo anterior: la permisividad con la
violencia machista, con la consiguiente desprotección de las
mujeres. Solo que ahora el papel de ambos actores habría cambiado.
La acusadora es la derecha política y mediática, que se desembaraza
de su responsabilidad histórica por la contemporización con las
estructuras machistas, y la culpable es la nueva ley y las fuerzas
progresistas, especialmente el Gobierno de Sánchez y, sobre todo, el
Ministerio de Igualdad y Podemos, acusados de ser cómplices de los
mayores agresores machistas, en perjuicio de las mujeres,
supuestamente representadas por las derechas. Un cambio de guion
histórico, que se supone constituye una autopista manipulada para
llegar a la Moncloa, y que ha generado alarma social y desconcierto
político.
La disputa
por el diagnóstico, sus causas y responsabilidades y, por tanto, las
medidas a desarrollar, está servida, con un entrecruzamiento
discursivo en pro de garantizar la legitimidad social de cada actor y
sacar ventaja electoral. La polarización de la solución se da
entre, por un lado, mayores penas a los agresores, o por otro lado,
mejor garantía procesal para las mujeres, con mayor apoyo
institucional. La garantía de la libertad de las mujeres no se
resuelve por ampliar las penas a los agresores, marco punitivo y
conservador en el que cae la reforma socialista, sino en ajustarlas a
la proporcionalidad del delito desde el criterio del consentimiento,
al que se suman los agravantes, y desarrollando las medidas
integrales, preventivas, reparadoras y protectoras, hacia las
mujeres. Y desactivar la alarma social con serenidad y pedagogía.
Las causas
principales del conflicto, con una acumulación agravada, son dos: la
aplicación inadecuada de la norma, con una significativa rebaja de
penas por parte de una minoría de jueces, y el tremendismo mediático
promovido, sobre todo, por las derechas, con un relato punitivista y
una ofensiva política antigubernamental.
A ello se
añade la respuesta unilateral de la parte socialista del Gobierno
que ha dificultado un acuerdo progresista unitario sobre los dos
aspectos. Mientras tanto, la inercia judicial continúa autónomamente
con esa doble aplicación para todos los casos actuales, persistiendo
su goteo hasta que estos se agoten; o sea, las nuevas medidas del
incremento de las penas serían aplicables solo a los casos futuros.
Esta
propuesta de contrarreforma consiste, básicamente, en reincorporar
la
violencia y la intimidación como un subtipo dentro del artículo 178
del Código Penal sobre el consentimiento. Para el ministerio de
Justicia y el Partido Socialista es una enmienda técnica, que no
altera la definición de consentimiento y es para justificar su
prioridad: evitar la rebaja de penas. Para el Ministerio de Igualdad
y Unidas Podemos, esa corrección modifica el corazón de la ley y la
devuelve al modelo existente anterior con sus correspondientes
consecuencias prácticas: en el proceso judicial poner el foco
principal en la demostración por parte de las mujeres que ha
existido violencia e intimidación y que ellas se han resistido, en
vez de priorizar la valoración de si han consentido o no. Significa
considerar la credibilidad de su testimonio, desde sus inicios
–‘hermana, yo ti te creo’-, los agravantes, en su caso, de esa
violencia e intimidación –‘no es abuso, es violación’-, y
valorar que la ausencia de consentimiento, forzar la voluntad, supone
ya un elemento de violencia.
Existe, pues,
una discrepancia política no resuelta. Una parte, el Ministerio de
Justicia, pone el acento en la subida de las penas, de consenso con
las derechas, para frenar la alarma mediática, minimizando las
consecuencias negativas de la relativización del consentimiento de
las mujeres, cuya formulación formal mantiene junto con la adicción
que la corrige. La otra parte, el Ministerio de Igualdad, considera
fundamental mantener las garantías procesales hacia las mujeres
basadas en el consentimiento y considera secundario el cambio
legislativo sobre las penas, ineficaz desde un enfoque integral, y
propone que las nuevas medidas deberían centrarse en abordar las
causas de la minoritaria pero relevante mala gestión judicial,
reforzando las medidas adecuadas para corregirlo.
Así, el
Ministerio de Igualdad estaría dispuesto, como una concesión sin
convicción, en aras de favorecer la unidad gubernamental, al aumento
de las penas mínimas, pero manifiesta su oposición a rebajar las
garantías procesales de las mujeres derivadas de ese cambio no
meramente técnico sino de gran trascendencia operativa. La
discrepancia y el bloqueo dura más de dos meses, hasta que el PSOE
ha decidido trasladar su propuesta unilateral al Parlamento con las
respuestas sabidas: la disposición favorable de las derechas y la
desfavorable de UP y el resto de fuerzas progresistas de izquierda.
Un objetivo feminista compartido: contra la violencia machista
En todo este fragor no hay que olvidar el problema social de fondo:
la violencia machista es real y persistente. Según un reciente
estudio del CIS, cerca del 40% de las jóvenes (18 a 24 años)
reconoce haber sufrido violencia sexual, con una media del 22% de
todas las mujeres adultas; ello suma más de cuatro millones. El
problema es que más del 90% no lo denuncian, es decir, las mujeres
se quedan sin amparo institucional; falla el sistema preventivo y
protector y existe una relativa impunidad para la mayoría de los
agresores. Así el sistema judicial y penal solo respondería a una
minoría de abusos y agresiones.
Por otra parte, según también el CIS, solo un 5% del electorado de
Unidas Podemos y el 7,8% del del Partido Socialista (el 8%, la media
poblacional), es partidario de reformar la Ley de ‘Solo sí es sí’;
mientras está de acuerdo con incrementar las penas solo el 8% de las
personas votantes de UP y el 20% de las del PSOE (el 19%, la media
poblacional). O sea, el clamor mediático punitivo y reformador de la
ley es minoritario en la sociedad.
La nueva ley pretende prevenir y ampliar la cobertura protectora a
todas las personas agredidas, aunque no denuncien, lo cual aunque
conlleve mayor penalización para los agresores, no es punitivista y
supone mayor justicia. Por otra parte, corrige la infravaloración
por ciertos jueces de la gravedad de la dominación machista, como en
el caso de la sentencia de ‘la manada’, que calificó los hechos
de abuso en vez de agresión, tal como certificó posteriormente el
Tribunal Supremo.
Por tanto, el sentido de la nueva ley, referencia internacional, es
claro: reforzar las medidas preventivas y protectoras frente a la
violencia contra las mujeres para garantizar su libertad sexual
basada en el consentimiento y no en la intimidación, en la
voluntariedad y no en la imposición coactiva. Salvo las derechas,
que se opusieron, la gran mayoría del movimiento feminista y las
fuerzas progresistas la consideran, en lo fundamental, una ley
positiva para las mujeres y su libertad, para unas relaciones de
igualdad y una mayor cohesión social y democrática. En todo caso,
algún sector del feminismo la percibe en exceso punitiva.
La violencia sexual tiene un sesgo patriarcal o machista y es una
auténtica lacra social. Está enraizada en una estructura relacional
desigual. Aparte de la discriminación por la orientación sexual o
de género, con la agresión a las personas LGTBI, la violencia
sexual se produce fundamentalmente contra mujeres por parte de
varones. Expresa una posición ventajosa de dominación y control de
unos varones sobre unas mujeres, imponiendo su subordinación. Se
conecta con la persistencia de situaciones de privilegio y de poder
en otras esferas sociales, culturales e institucionales. Por ello, la
respuesta debe ser integral, tal como define la propia ley, y
estructural, superando los marcos individualizadores y
descontextualizados.
Desde este
diagnóstico, las medidas correctoras de los tres poderes,
legislativo, ejecutivo y judicial, deberían abordar, sobre todo, esa
causa de la errónea y benevolente aplicación para los agresores y
la frustración para las víctimas. A su vez, sobre este hecho se ha
amplificado la alarma social de la supuesta desprotección
institucional de las mujeres, cuando el objetivo gubernamental y de
la mayoría parlamentaria que ha apoyado la ley era el contrario. La
valoración de la dimensión de la rebaja de penas por las revisiones
y sobre cuáles son las causas sobre las que actuar se ha convertido
en una auténtica pugna política. La defensa de la ley y su adecuada
implementación y mejora debería encontrar un marco de acuerdo
unitario progresista para potenciar su objetivo transformador y
feminista y hacer frente a la ofensiva político-mediática de las
derechas.
El conflicto sociopolítico sobre la ley del ‘Solo sí es sí’
En torno a la
Ley
de garantía integral de la libertad sexual,
conocida por ley del ‘Solo sí es sí’, se han puesto de
manifiesto los distintos intereses políticos. La pugna política ha
girado en torno a la mayor legitimidad cívica y electoral para las
fuerzas progresistas que reportaba esta ley integral que incrementaba
la defensa de las mujeres y el avance de derechos feministas, y que
las derechas pretenden deslegitimar en el plano mediático con su
tergiversación. Esta norma, conformada ante la persistencia de la
violencia machista y la insuficiencia de los mecanismos
institucionales anteriores, contaba y cuenta con un fuerte apoyo
político y social, particularmente tras cuatro años de la ola de
movilización feminista tras el juicio injusto de ‘la manada’.
El resultado
normativo, tras una ardua negociación de más de dos años, se ha
expresado en la actual ley, promovida por los ministerios de Igualdad
y de Justicia, compartida por todo el Gobierno de coalición del
Partido Socialista y de Unidas Podemos, así como por la mayoría
parlamentaria progresista. Las derechas y los sectores reaccionarios
pretenden revertir este avance de la libertad y la protección
femenina frente a la violencia y la subordinación machistas, y
frenar la actitud cívica y las mentalidades más igualitarias, con
el refuerzo social y político feminista. Es el dilema de fondo que
se ventila: frenar o fortalecer el avance feminista conformado estos
años, siendo esta ley la clave de bóveda de un impulso
transformador que puede quedar tocado.
El cambio
normativo más amplio en su horquilla penal y con nuevos criterios
valorativos, abría la oportunidad de una aplicación judicial
contradictoria, justificada en su propia autonomía jurisdiccional,
cuestión aprovechada por sectores conservadores para promover su
particular interpretación y sus implicaciones procesales. La
cuestión es que en la judicatura existen distintas prioridades y
dinámicas aplicativas y esta de la rebaja de penas en las revisiones
no estaba prevista. La infravaloración de ese riesgo se ha
mantenido, prácticamente, por todos los operadores jurídicos,
políticos y públicos, y ha permitido no solo la sorpresa sino un
fuerte impacto de la capacidad manipuladora del relato alarmista y
descalificador de los potentes medios de las derechas.
Se ha
producido una relativa orfandad argumentativa y pedagógica de las
fuerzas progresistas ante la sociedad, con un repliegue condicionado
por el ‘penalismo mágico’; se han manifestado la fragilidad de
su unidad sobre el contenido de la ley y su incapacidad para frenar
la perplejidad social y el desgaste de credibilidad. Y se han
generado dinámicas defensivas y competitivas, con cierta desbandada
corporativa respecto de las responsabilidades institucionales. Y la
puntilla ha sido la respuesta unilateral del Partido Socialista
tratando de imponer su contrarreforma, con el aval del Partido
Popular y VOX, frente al Ministerio de Igualdad, Unidas Podemos y los
principales socios de investidura (ERC, EH-Bildu y Más
País/Compromís) que solicitan un consenso progresista.
Es evidente
la hipocresía del PP, sobre todo, en su pretensión de aparentar la
defensa de las mujeres, cuando su objetivo es evitar una
transformación feminista y de progreso, marginando a los sectores
más consecuentes del ámbito político y de la activación
feminista. La cuestión problemática es que al PSOE no le importa su
colaboración para sacar su contrarreforma de la ley del ‘Solo sí es
sí’. Pero con semejante acompañante su propuesta pierde la
justificación de que es para favorecer a las mujeres. El quién de
las alianzas también aclara el sentido del qué, en el que pone
énfasis la dirección socialista, sin mucho éxito. Esa estrategia
de geometría variable e inclinaciones centristas -también presente
en otros campos y momentos- es mala consejera. Así, intenta resolver
un problema, la presión política y mediática de las derechas, pero
crea dos nuevos, el recorte de garantías procesales para las mujeres
y la brecha con un amplio campo progresista y feminista.
Su rotunda
apuesta unilateral tiene la prioridad de consolidar y recuperar un
electorado centrista y punitivista competido con unas derechas a la
ofensiva, con la pretensión de que le permita un resultado electoral
suficiente para gobernar, aunque sea en coalición progresista, y con
una posición debilitada de su izquierda, en particular de Podemos.
Sin embargo, de consumarse la falta de acuerdo progresista los
resultados de esa operación son dudosos por el otro flanco, dada su
pérdida de credibilidad feminista y la desconfianza generada en un
proyecto conjunto de progreso lo que podría derivar en la derrota
electoral de las izquierdas. Ha faltado temple y convicción para
afrontar esta deriva derechista.
A pesar de
esa hipótesis de desacuerdo progresista y apoyo socialista en las
derechas para aprobar su reforma de la ley, no parece que se vaya a
producir una inmediata crisis del Gobierno de coalición, tal como
han afirmado ambas partes. No obstante, la grieta sería muy
profunda. Sería perentoria la necesidad de taponar la brecha para
porfiar en una gestión institucional compartida, encarar los
procesos electorales y afianzar el interés común de ganar,
particularmente, las elecciones generales, con un proyecto reformador
de progreso.
Esta
experiencia regresiva, con el riesgo de bloqueo e involución de
derechos, también tendría implicaciones para el movimiento
feminista y los colectivos LGTBI, con el freno de sus expectativas de
avance y sumidos en la división y la perplejidad. Veremos su impacto
este 8 de Marzo. En el caso de que fructifique ese giro normativo
desfavorable para las mujeres, habrá que evaluar la nueva situación,
para retomar el impulso cívico unitario, partiendo de la evaluación
de toda la experiencia y la reafirmación en sus derechos. En todo
caso, todavía son significativas las mejoras introducidas en la ley
y los avances realizados en términos cívicos, institucionales y
normativos. El contraste deriva del desfonde social respecto de las
expectativas abiertas, incluso de los avances legislativos
realizados, cuestionados ahora.
Pero la
amenaza para el futuro por las dinámicas reaccionarias se va
haciendo presente: el feminismo habría tocado techo en su acción
transformadora, en el doble plano de la activación cívica y del
refuerzo institucional y normativo, y se prepara una etapa de bloqueo
o retroceso institucional y mediático-cultural con otra gestión
política. La reacción derechista lo tiene claro: una involución
antifeminista en toda regla, con fuerte impacto estructural si gana
las elecciones generales.
Por otro
lado, la reorientación de la dirección socialista, aun si gana el
bloque progresista las elecciones generales, parece que prepara el
terreno para terminar esta etapa transformadora e imponer frenos al
cambio feminista, con modificaciones de la orientación y la gestión
en esta área de igualdad. En esa circunstancia, no tiene sentido el
deseo de personas progresistas de que fracase esta ley, se
desacredite la gestión del Ministerio de Igualdad o se desactive y
divida la movilización feminista.
No obstante,
tras la deseable remontada progresista de este fiasco, en el
horizonte aparece un gran reto: ganar las elecciones generales, con
la imperiosa necesidad de renegociar un nuevo gobierno de coalición
progresista, con un renovado proyecto de país que garantice otra
legislatura de progreso, incluida la consolidación feminista.
En ese marco,
tal como aventuran algunas fuentes, pasan a primer plano otros
objetivos socialistas estratégicos, latentes estos meses: ampliar su
ventaja comparativa respecto de las fuerzas a su izquierda, al mismo
tiempo que favorecer la prevalencia de la ministra Yolanda Díaz y el
equipo de Sumar en la dirección de su nuevo grupo parlamentario y la
próxima representación gubernamental de las fuerzas del cambio, en
detrimento del papel relevante que ha tenido hasta ahora Podemos; la
inquina demostrada contra la ministra Irene Montero tiene que ver
también con el deseo de subordinar esa dinámica transformadora y
neutralizar su liderazgo.
Es decir, se
trataría de la lógica tradicional de los poderes establecidos de
favorecer la tendencia más moderada y adaptativa y frenar la
dinámica más transformadora y exigente. Y la solución también
está en la tradición democrática y de izquierdas: frente a la
moderación adaptativa y la división progresistas, reforzar su
capacidad transformadora y unitaria.
Como he
explicado en otros textos, esa apuesta supone consolidar una solución
pactada y unitaria de todo el conglomerado de las fuerzas del cambio,
respetando su pluralidad y los procedimientos democráticos y con un
equilibrio proporcional a la representatividad de cada cual. Ante
este bloqueo transformador y esta crisis gubernamental, hay que
reforzar la unidad y los intereses compartidos del grupo confederal y
sus aliados, aumentando su coordinación y cohesión, en particular
entre los dos grupos políticos principales: Sumar y Podemos,
junto
con
los
otros tres grupos intermedios:
En
Comú Podem, Izquierda Unida y Más País/Compromís, así como con
todo el conglomerado de grupos afines -hasta quince según portavoces
de Sumar- y personas independientes.
En definitiva, aun con el mayor o menor impacto de la gestión política de este fiasco y los efectos de su contradictoria experiencia, se debe afianzar el proyecto común para ganar representatividad electoral e influencia político-institucional en la próxima etapa decisiva.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.