Brendan Simms.
Hitler:
Sólo el mundo bastaba.
Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 2021.
909
páginas.
Su
seguimiento de la trayectoria vital y el pensamiento hitleriano está
colocado bajo un eje explícito, desde la introducción al epílogo:
El principal enemigo del autor de Mi
Lucha era
el capitalismo estadounidense y británico. La Unión Soviética, el
comunismo internacional, incluso la «judería internacional»
serían objetivos secundarios, puestos al servicio de vencer al
coloso angloamericano.
Más
allá de la investigación y reflexión historiográfica, el
catedrático de Cambridge trasunta un propósito claro: El más
nefasto de los tiranos no sería tanto un anticomunista rabioso
ligado al gran capital alemán, sino alguien que odiaba sobre todo al
capital internacional. Y a lo sumo apoyaba a ciertos sectores del
empresariado de su país. IG
Farben, Thyssen o Krupp apenas son mencionadas a lo largo de una obra
que se acerca al millar de páginas.
Su
carácter totalitario no se expresaría en el aplastamiento del
movimiento obrero y de los partidos de izquierda, que emprendió como
tarea urgente apenas llegado al poder. Lo determinante en su acción
sería la aversión al «libre mercado». Y su
«anticapitalismo» no oficiaría como un artilugio
discursivo en procura de ampliar su base social, sino a modo de
verdadero cimiento de su política.
Para
eso Simms espiga del discurso y las acciones de Hitler todo lo que
favorece a su hipótesis y relega los elementos incómodos para la
misma. La coalición que apoyó al omnímodo canciller no aparece
motivada por la voluntad de conjurar la amenaza obrera y comunista y
favorecer las ganancias de la gran empresa, sino por «errores de
cálculo» de los conservadores sobre su capacidad para conducir
al díscolo aliado.
Y
el propio relato de la guerra mundial es tributario de esas
posiciones: De modo invariable destaca el esfuerzo de guerra nazi en
el frente occidental y presenta los del frente del este como de menor
envergadura y subordinados a aquéllos.
Sólo
reconoce la primacía de la orientación «antibolchevique»
del nazismo en sus momentos finales, cuando las tropas soviéticas ya
se proyectaban sobre Berlín.
Stalingrado
o Kursk son poco importantes en comparación con la lucha en el norte
de África o el desembarco en Normandía. Y la bandera roja ondeando
sobre Berlín apenas un azar histórico sin mayor gravitación.
En
cuanto al genocidio, Simms no prodiga explicaciones extensas ni
profundas. Sería un instrumento más para minar el esfuerzo bélico
de los aliados occidentales y una manifestación adicional de su odio
hacia las «finanzas internacionales».
Hay
que reconocerle a este historiador que tiene una diferencia
importante con el discurso «antitotalitario» más clásico:
No encubre sus preferencias en la defensa de la democracia liberal,
sino que explicita que el sostén del capitalismo es su verdadero
campo.
El
resultado es el consabido: El capitalismo queda eximido de toda
responsabilidad en el surgimiento y las atrocidades del nazismo. Y la
dirigencia política y militar que le respondía enaltecida como
artífice principal de la destrucción del régimen que amenazaba a
toda la humanidad.
Y
como consecuencia algo habitual. Las semejanzas entre los
totalitarismos alemán y soviético privilegiadas a despecho de que
eran enemigos a muerte y libraron entre sí el capítulo más
sangriento de la guerra.
Los
que hayan leído a otros biógrafos como Ian Kershaw y Joaquim Fest o
a estudios generales sobre el nazismo como los de Richard Evans, no
encontrarán mucho de nuevo en este libro reciente. Incluso se puede
recorrer con mayor provecho un clásico lejano como el Behemot
de Franz Neumann, escrito con el nazismo aún en el poder. Sí
hallarán un buen ejemplo de cómo se reescribe la historia del siglo
XX al servicio de las clases dominantes.